Un total de 400 académicos y más de 3o Premios Nobel ha firmado el manifiesto contra el fascismo, a al espera de que surta mejor efecto que el publicado con retraso por el diario italiano Il Popolo hace 100 años, sin que entonces de nada sirvieran las advertencias pues Mussolini ya estaba en el poder. La amenaza del fascismo vuelve a estar ante nosotros y todo cuanto contribuya a combatirla debe ser considerado como reacción preferente. Nunca desapareció su sombra, aunque se le mantuvo a raya hasta que, en las dos últimas décadas, hemos sido testigos de una nueva ola de movimientos de extrema derecha que a menudo exhiben rasgos inconfundiblemente fascistas, como ocurre en España y tienen una representación parlamentaria predispuesta a pactar con la derecha, como antaño. Nos habría gustado que este manifiesto de 2025 se hubiera publicado en todos lo medios de comunicación de nuestro país, pero sólo lo hemos leído en CTXT. Será porque a los ausentes no les parece adecuado defender los derechos y libertades democráticos.
Manifiesto publicado en Il Popolo el 1 de mayo de 1925
El 1 de mayo
de 1925, con Benito Mussolini ya en el poder, un grupo de intelectuales
italianos denunció públicamente su régimen fascista en una carta abierta. Los
signatarios –científicos, filósofos, escritores y artistas– se pronunciaban en
apoyo a los principios esenciales de una sociedad libre: el estado de derecho,
la libertad individual y la independencia del pensamiento, la cultura, el arte
y la ciencia. Su abierto desafío a la brutal imposición de la ideología
fascista –con el enorme riesgo personal que implicaba– demostró que la
oposición no solo era posible, sino necesaria. Hoy, cien años después, la
amenaza del fascismo ha vuelto. Por eso debemos armarnos de valor y desafiarlo
de nuevo.
El fascismo
surgió en Italia hace un siglo, y con él, la dictadura moderna. En cuestión de
unos años se extendió por Europa y por el mundo, adoptando distintos nombres
pero conservando la misma esencia. Allá donde se hacía con el poder, socavaba
la separación de poderes al servicio de la autocracia, silenciaba a la
oposición por medio de la violencia, tomaba el control de la prensa, detenía el
avance de los derechos de las mujeres y oprimía la lucha de los trabajadores
por la justicia económica. Irremediablemente, penetró y distorsionó todas las
instituciones dedicadas a labores científicas, académicas y culturales. Su
culto a la muerte exaltó la hostilidad imperial y el racismo genocida,
detonantes de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la muerte de decenas de
millones de personas y los crímenes contra la humanidad.
Al mismo
tiempo, la resistencia al fascismo y a tantas otras ideologías fascistas se
convirtió en terreno fértil para imaginar vías alternativas de organizar
sociedades y relaciones internacionales. El mundo que surgió tras la Segunda
Guerra Mundial –con la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal
de Derechos Humanos, los fundamentos teóricos de la Unión Europea y la
argumentación jurídica contra el colonialismo– seguía marcado por profundas
desigualdades. Sin embargo, representaba un intento decisivo de establecer un
ordenamiento jurídico internacional: una aspiración que apuntaba a la paz y
democracia mundial, basadas en la protección de los derechos humanos
universales, entre ellos no solo los civiles y políticos, sino también los
económicos, sociales y culturales.
Fieles al viejo guion fascista,
estas figuras socavan el estado de derecho, apuntando a la independencia del
poder judicial, la prensa, la cultura, la educación y la ciencia
El fascismo
nunca desapareció, solo se mantuvo a raya durante algún tiempo. No obstante, en
las dos últimas décadas, hemos sido testigos de una nueva ola de movimientos de
extrema derecha, que a menudo exhiben rasgos inconfundiblemente fascistas:
ataques a las normas e instituciones democráticas, un nuevo empuje nacionalista
impregnado de retórica racista, impulsos autoritarios y ataques sistemáticos a
los derechos de aquellos que no tienen cabida en el tradicional poder de las
masas, anclado en la normatividad religiosa, sexual y de género. Estos
movimientos han resurgido por todo el planeta, incluso en democracias
consolidadas, allá donde el descontento generalizado con la incapacidad
política de abordar las crecientes desigualdades y la exclusión social ha sido
explotado, una vez más, por nuevas figuras autoritarias. Fieles al viejo guion
fascista, disfrazado de irrestricto mandato popular, estas figuras socavan el
estado de derecho nacional e internacional, apuntando a la independencia del
poder judicial, la prensa, las instituciones culturales, la educación superior
y la ciencia, y hasta intentan destruir información científica y datos
esenciales. Fabrican “hechos alternativos” e inventan “enemigos en casa”;
convierten los asuntos de seguridad en un arma para afianzar su autoridad y la
de ese 1 %
ultrarrico, a los que ofrecen privilegios a cambio de lealtad.
El proceso
está ahora ganando velocidad: la discrepancia se ve cada vez más reprimida
mediante detenciones arbitrarias, amenazas de violencia, deportaciones y una
campaña implacable de desinformación y propaganda, operada con el apoyo de los
barones de siempre y de los de las redes sociales, unos meramente complacientes
y otros abiertamente tecnofascistas.
Las
democracias no son infalibles: son vulnerables a la desinformación y todavía no
son lo bastante inclusivas. Sin embargo, las democracias, por naturaleza,
constituyen un terreno fértil para el progreso intelectual y cultural y, por
ende, siempre tienen potencial de mejora. En las sociedades democráticas, los
derechos y libertades de las personas se despliegan, las artes florecen, los
descubrimientos científicos prosperan y el conocimiento crece. Estas sociedades
garantizan la libertad de cuestionar ideas y estructuras de poder, y de
proponer nuevas teorías incluso si son culturalmente incómodas, esencial para
el progreso humano. Las instituciones democráticas suponen el mejor marco para
abordar injusticias sociales y la mejor esperanza para cumplir las promesas
contraídas en la posguerra sobre el derecho al trabajo, a la educación, la
salud, la seguridad social, la participación en la vida cultural y científica y
sobre el derecho colectivo de las personas al desarrollo, la autodeterminación
y la paz. Sin todo esto, la humanidad se enfrenta al estancamiento, a una
desigualdad cada vez mayor, a la injusticia y la catástrofe, por no hablar de
la amenaza existencial provocada por la emergencia climática que la nueva ola
fascista se empeña en negar.
En nuestro
mundo hiperconectado, la democracia no puede existir aislada. Como las
democracias nacionales requieren instituciones fuertes, la cooperación
internacional depende de la aplicación efectiva de principios democráticos y
del multilateralismo para regular las relaciones entre naciones, y de procesos
participativos con múltiples actores para entablar una sociedad sana. El estado
de derecho debe trascender fronteras y asegurar que los tratados
internacionales, los convenios de derechos humanos y los acuerdos de paz se
respetan. Si bien la actual gobernanza mundial y las instituciones
internacionales requieren mejoras, su erosión a favor de un mundo gobernado por
la fuerza bruta, la lógica transaccional y el poder militar supone un retroceso
a una época de colonialismo, sufrimiento y destrucción.
Igual que en
1925, hoy los científicos, filósofos, escritores, artistas y ciudadanos del
mundo tenemos la responsabilidad de denunciar el resurgimiento del fascismo en
todas sus formas y oponer resistencia. Llamamos a actuar a todos aquellos que
valoran la democracia:
- Defiendan las instituciones democráticas,
culturales y educativas. Denuncien los abusos de principios democráticos y
derechos humanos. Niéguense al cumplimiento preventivo.
- Únanse a acciones colectivas, a nivel local
e internacional. Hagan boicot y huelga cuando puedan. Que sea imposible
ignorar la resistencia y salga caro reprimirla.
- Defiendan hechos y pruebas. Fomenten el
pensamiento crítico e involúcrense con sus comunidades en estas causas.
Esta es una
lucha constante. Que nuestras voces, nuestro trabajo y nuestros principios sean
un baluarte contra el autoritarismo. Que este mensaje sea una declaración
renovada de resistencia.
Firman los premios nobel: Eric Maskin, Roger B.
Myerson, Alvin E. Roth, Lars Peter Hansen, Oliver Hart, Daron Acemoglu,
Wolfgang Ketterle, John C. Mather, Brian P. Schmidt, Michel Mayor, Takaaki
Kajita, Giorgio Parisi, Pierre Agostini, Joachim Frank, Richard J. Roberts,
Leland Hartwell, Paul Nurse, Jack W. Szostak, Edvard I. Moser, May-Britt Moser,
Harvey James Alter, Victor Ambros, Gary Ruvkun, Barry James Marshall, Craig
Mello y Charles Rice.
Así como
destacados académicos en el estudio del fascismo y la democracia: Ruth
Ben-Ghiat, Timothy Snyder, Jason Stanley, Claudia Koonz, Mia Fuller, Giovanni
De Luna y Andrea Mammone.
– La
lista entera de signatarios está
disponible aquí.
– Se puede firmar la carta aquí.
DdA, XXI/6.025