domingo, 29 de junio de 2025

A LA VERA DEL RÍO CURUEÑO, PALADAR MEDIANTE

 


David Rubio

"Depende", responde a todas las preguntas del viajero un niño impertinente apoyado en el pretil del último puente del Curueño. Allí arranca ‘El río del olvido’, de Julio Llamazares, eterno aspirante a mejor escritor de su familia. Dice el crío que depende, entre otras cosas, de a quién se pregunte dónde se unen el Porma y el Curueño, si a los Barrio o a los de Ambasaguas, aunque ese pique tendría más sentido entre los de Devesa y los de Cerezales. Luego el viajero, que en realidad eran tres y uno de ellos mi padre, inicia su recorrido desayunando huevos fritos con jamón en la fonda Curueño, que hoy ya no es fonda pero sigue en forma, más o menos. Enfrente siempre estuvo el Fleta, el Río Luz, últimamente Casa Manuela, que ayer mismo abrió de nuevo un matrimonio, asturiano para más señas, lo que sin duda es motivo de celebración tanto en la comarca del Curueño como en la del Porma, se unan donde se unan. Por éste y otros ejemplos, definitivamente los asturianos, con sus sonoras particularidades, han venido a salvar la hostelería leonesa: después de tantos años manteniéndola como clientes, han decidido saltar al otro lado de la barra y en ese movimiento ganamos todos. 

El libro continúa por la ribera, a contracorriente, relatando la leyenda del Polma y el Curienno que, para que hoy quepa en un tuit, se reduce a que un guerrero montañés bajó hasta León para buscar a su amada, aprovechó que su marido estaba borracho para llevársela, les persiguieron y, cuando les iban a capturar, la mató. Fin. Hoy en vez de leyenda sería otro asqueroso caso más de violencia de género. Que los tiempos han cambiado demasiado rápido como para asimilarlo todo no hace falta ser viejo para verlo. En el primer pueblo, Barrillos, el próximo fin de semana no van a hablar de la leyenda del Curienno sino que van a celebrar el festival Cuireño, versión rural del Orgullo que no entiende de sexo ni de género. Me escribieron para que cambiara en la noticia LGTBI+ por LGTBIQA+ y creo que lo decían en serio, así que lo hice. Para su desgracia tiquismiquis es neutro. Olé por elles. Hay en Barrillos una quesería infalible, Zarandiel, y un bar pintoresco, El Gato Negro, que por las noches se convierte en improvisado karaoke donde, como suele pasar, puedes ganar amigos a base de perder la dignidad.

Más arriba, se te pone nostálgico el paladar echando de menos el restaurante que hubo en Santa Colomba, regentado por un tipo que aseguraba parecerse a Mariano Rajoy, haber nacido el mismo día que él y que en vez de tarjetas de visita te daba una botella de vino firmada. Su hijo siempre hacía el mismo chiste: «Os dejo por aquí el Peter. Perdón: el pan». Lo más difícil en aquel lugar era saber reírse cuando tocaba. No te puedes saltar, después, Las Colineras, en La Mata de Curueño, el que medio León conoce como «el del pollo con bogavante» pero en realidad tiene mucho más que eso. Lo cobran bien. Y lo vale, supongo. Por el pueblo, paseando la digestión, el libro cuenta la historia del pobre Femiano, el topo, el enterrado vivo que cuando salió de su escondite los niños decían: «Pero si no es rojo, es blanco». No hay placas que le recuerden (se pondrá remedio, por suerte, este agosto) pero, en cambio, han instalado hace poco un tótem que te informa sobre la distancia a la que está Dubai.

Al llegar a La Vecilla, en esta época puedes volver a irte de campamento fugazmente, lo justo, escuchando el griterío de imberbes en la Granja Santa Catalina. Para volver a Casa Chana no hacen falta excusas, ni para tomar algo en el maravilloso chiringuito del río. El Rojo queda en el barrio de la estación. Aciertas fijo en el Zaguán de Colín, en Valdepiélago, restaurante en el que a veces, como en casi todos de aquí para arriba, tienes que ir sorteando excursionistas de ropas fluoradas que quieren completar las publicaciones de paisajes en su Insta con un plato tradicional. En Montuerto tienes la oportunidad de comprobar que la vida puede ser tan sencilla como maravillosa: tortilla, embutido y sidra. En Nocedo, después de la cascada, vuelve el paladar a hacer memoria, pero del restaurante solo queda la sombra del sauce. Al pasar por las ruinas del balneario mejor no te pongas a sacar conclusiones. Si es por echar de menos, que en gloria esté la tarta de queso de los caseríos de Valdeteja. Más arriba vienen mejores noticias en La Venta del Aldeano, lugar mítico y privilegiado en su exterior, su interior y su huerta, ahora con carpa y regentado por una nieta del recordado Valentín. En Tolibia, la escuela a cuyo maestro se le dedicó una escultura se ha convertido también en punto de encuentro de familias uniformadas de Quechua. La comida es correcta, no pega con el entorno pero sí con la compañía. Un lugar agradable. En Valdelugueros, donde hubo cuatro restaurantes, la oferta se ha reducido a cero pero, con este calor, el chiringuito de su playa fluvial, tan heladora como maravillosa, mitiga la ausencia del Peñas, el Bodón, el cuartel, la fábrica... 

La traca final (o, como llaman ahora a los fuegos artificiales de San Juan: la luminosidad silente) empieza en Redipuertas, donde por cierto ayer no se anduvieron con tantas hostias y recuperaron el Día del Pan y la Manteca. El Aprisco puede ser, sin exagerar, el mejor restaurante del mundo. Perdón: la mejor casa de comidas, que es como le gusta llamarla a su dueño, Alejandro. Si las truchas se pueden pescar a la leonesa, allí puedes comprobar que también se pueden escabechar a la leonesa. 

Las rampas se retuercen después hacia Vegarada y sientes pena de no ser chivo, ternera o potro para disfrutar del dulzor crujiente de aquella hierba, aunque acabes después servido en alguno de estos restaurantes. Hay pozas como para gozar. Donde acaba la carretera, otra pareja asturiana está a punto de reabrir el refugio. Las vistas vienen de serie, desde allí casi se huele el mar y, encima, anuncian cordero a la estaca. Es la mejor noticia que leerás este verano. De nada.

Allí terminan el libro, el viaje y el asfalto. Siempre es buen momento para volver a ‘El río del olvido’, aunque sea a salto de bar. Termino de leerlo tumbado en una de aquellas laderas. Me cubre la espalda, como siempre, la única persona capaz de contener la amenaza del cierzo y devolverle la serenidad al paisaje. Un pie desnudo, pequeño y a la vez ya demasiado grande, me rasca la barba, buscándose las cosquillas. Me siento un poco más afortunado por cada metro que la vista se pierde entre las montañas.

LA NUEVA CRÓNICA

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