Nos recuerda Monterrubio en este artículo, donde analiza al electorado que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca por segunda vez, que la jueza designada por el presidente para el Supremo pocas semanas antes de las elecciones de 2020 dejó una estupenda perla durante una conferencia en la facultad de Derecho de Notre-Dame, la más prestigiosa universidad católica local: «El objetivo de la ley es asegurarse de que se siga la voluntad de Dios en la sociedad». Esta creencia medieval es suscrita por variantes atrozmente sectarias del catolicismo y el protestantismo americanos, lo cual no implica que sean privativas de aquel país. En algunos Estados europeos, incluido uno muy cercano, no pocos jueces profesionales y vocacionales suscribirían la afirmación.
Antonio Monterrubio
En el mundillo de los especialistas
en ritmos circadianos, se conoce como zona zombi un periodo
crítico comprendido entre las 3 y las 5 de la madrugada. En ese intervalo las
neuronas deberían estar apagadas, y si nos empeñamos en mantenerlas en estado
de vigilia, su funcionamiento deja mucho que desear. Es el momento fetén para
tomar decisiones equivocadas y con resultados catastróficos. Estudios
científicos relacionan esta franja horaria con el origen de graves accidentes
ecológicos, químicos o nucleares.
La permanencia en un sonambulismo prolongado con una notable incapacidad de controlar la situación es una adecuada metáfora de determinados comportamientos colectivos. Hay quien se pregunta por qué tan elevado número de ciudadanos votan en contra de sus propios intereses económicos, sociales o políticos. El paradigma de tal paradoja es el electorado trumpista. La respuesta simple y simplista lo achaca todo a la idiosincrasia estadounidense. Esto tiene la virtud de dejar en el tintero que, en la mayoría de los países europeos, fuerzas parecidas –a veces, fotocopias– alcanzan éxitos espectaculares.
El movimiento encarnado en Donald
Pelopaja cuenta con la aprobación entusiasta de sectores de las élites que hace
tiempo desconfían de la democracia. El contribuyente más generoso a su última
campaña fue el jefazo de Blackstone, fondo buitre con cuyas rapiñas están
familiarizados los inquilinos de la Comunidad de Madrid. Sin ese sostén de las
altas esferas, no existiría. Pero incluso en las elecciones que perdió en 2020,
superó los 70 millones de votos.
Sería conveniente saber de dónde
proviene el grueso de esos sufragios. Tanto la razón como las encuestas indican
que incluye contingentes de clase trabajadora precaria, no especializada, y que
cada dos por tres se ve obligada a cambiar de empleo. Igualmente forman parte
de sus falanges cohortes de clase media en vías de desclasamiento irrefrenable.
Su gran base electoral está en las zonas desindustrializadas, las ciudades
menores vampirizadas por las megaurbes y los pequeños propietarios campesinos,
acogotados por la agroindustria y los créditos bancarios.
Y entonces surge la pregunta del
millón. Admitamos que su monserga del «Make America great again» o sus promesas
de proteccionismo y relocalización hayan seducido a unas masas temerosas y
desencantadas en 2016. Pero ¿cómo es posible que, viendo que no les ha dado
nada, le sigan votando? Ahí está el error, porque sí que lo hace. Les
suministra altas dosis de racismo, xenofobia, machismo, fundamentalismo
religioso y odio político. Todo ello compulsado, certificado y autorizado por
un discurso que viene de arriba, de las cumbres del poder. Esa retórica
abrasadora permite a tal público sobrellevar su miseria, principalmente moral,
sin cuestionar el sistema cuyas injusticias sufren. Es el mismo esquema que
funciona en Europa y favorece el crecimiento del fascismo entre la desidia y la
hipocresía de la casta. No todos son miembros de la famosa escoria
blanca. Además, como afirmaba en una entrevista Nancy Isenberg, gran
autoridad en el tema, los verdaderos miserables y excluidos, vagabundos o
nómadas no votan (White trash).
Lo que opinadores oportunistas,
politólogos de ocasión o incluso sesudos intelectuales no quieren ver es que el
nacionalpopulismo no infecta tanto a gente de bajos ingresos como de bajo nivel
educativo y escasa formación cultural. En Capital e ideología,
Piketty constataba que, en 2016, más del 75 % de los doctorados, que eran el 2
% del electorado, votó por Hillary Clinton. Pero es que se trata solo de la
punta del iceberg de un fenómeno que viene de lejos. «En las décadas de 1950 y
1960, cuanto mayor era el nivel de estudios, más pronunciado era el voto
republicano. En las décadas de 2000 y 2010 ocurre justo lo contrario». Este
mismo escenario se observa en los países europeos, donde los ciudadanos con
menor capital cultural –a veces, titulados universitarios– constituyen una
reserva sustancial de la clientela nacionalpopulista.
Muchos de los votantes de Trump
distan de ser menesterosos, o no lo eran hasta hace poco. La globalización ha
dejado tras de sí un considerable número de víctimas cuya frustración y
revanchismo nutre las filas del nuevo fascismo. Ahora bien, tan importante como
la pauperización de amplias capas es la epidemia de desculturización que afecta
a la sociedad. Los prejuicios antiintelectuales y anticulturales de esos
partidos no nacen de la nada. Son un componente indispensable de su cebo para
incautos. La ignorancia supina parece haberse convertido en un derecho humano
básico. Según varias encuestas, en 2016 Trump consiguió un apoyo entre los
blancos sin diploma universitario que superaba en 40 puntos al de la candidata
demócrata. Los sondeos de 2020 seguían dándole de 15 a 20 de ventaja en ese
sector.
La especificidad del caso
estadounidense radica en el mito del sueño americano. Los perdedores en esa
sociedad hipercompetitiva comparten con las élites la creencia casi religiosa
en que se basa: la posibilidad de ser lo que quieras. Se supone que América pone
a tu disposición unas premisas de libertad, prosperidad e igualdad de
oportunidades que, si sabes aprovecharlas, te auparán a la cima. El corolario
de este axioma es que, con trabajo, tesón y esfuerzo, cualquiera puede
desprenderse de su clase de origen.
Solo que es rigurosamente falso.
Una casta pudiente pasa de generación en generación mientras el ascensor social
lleva décadas parado en la planta baja. A los menos afortunados, los estudios
superiores se les presentan como una meta cada vez más lejana. En 2014 las
tasas de acceso a una carrera «eran apenas del 30% para los hijos del 10% de
familias con menos recursos y de más del 90 % para los hijos del 10% de
familias más ricas». En cuanto a la presunta igualdad, «investigaciones
recientes sobre la admisión en las mejores universidades han demostrado que
muchas de ellas admiten a más estudiantes entre el 1% más rico de las familias
que entre el 60 % inferior» (Piketty: Capital e ideología). Esto se
traduce en que un cachorro del 1% tiene una probabilidad sesenta veces mayor de
ingresar en un College de la Ivy League o
similar que uno del montón.
Quienes se niegan a ver no solo los
costurones del sueño, sino su intrínseca falsedad, son feligreses potenciales
de cualquier trumpismo. Fácil será convencerlos de que la culpa de todo es de
los chinos, los inmigrantes, los ecologistas, los gays, las feministas, la OMS
o las Naciones Unidas. A esto se añade la relevancia de cierta religiosidad
americana que lleva a muchos a considerarse parte de un nuevo pueblo elegido.
Esto es constatable en las múltiples versiones del fundamentalismo protestante
o las extrañas iglesias que surgen cual setas en aquellas tierras. También el
catolicismo acaba siendo presa del curioso síndrome. Según estudios
demoscópicos independientes, los católicos blancos no latinos votaron
mayoritariamente por Trump. Esto viene a significar que una multitud de
descendientes de italianos, polacos o irlandeses cuyos padres o abuelos fueron
despreciados como gentes de baja estofa ha votado un programa xenófobo y
racista. No se habrán enterado de que el hábito no hace al WASP.
La ultrabeata jueza designada por el presidente para
el Supremo pocas semanas antes de las elecciones de 2020 dejó una estupenda
perla durante una conferencia en la facultad de Derecho de Notre-Dame, la más
prestigiosa universidad católica local: «El objetivo de la ley es asegurarse de
que se siga la voluntad de Dios en la sociedad». Esta creencia medieval es
suscrita por variantes atrozmente sectarias del catolicismo y el protestantismo
americanos, lo cual no implica que sean privativas de aquel país. En algunos
Estados europeos, incluido uno muy cercano, no pocos jueces profesionales y
vocacionales suscribirían la afirmación.
DdA, XXI/6173

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