Los nietos de los portadores del yugo y las flechas quieren vivienda. Conviene borrar de las fachadas cualquier símbolo franquista que recuerde al autor que levantó en España miles de viviendas manchesterianas tras el Plan de Estabilización del 59. Los nietos de ese plan, como el diputado Carlos Quero, volverán a rescatar las placas si nadie las borra o si no se cumple íntegramente la Ley de Memoria Democrática.
Víctor Guillot
En todo relato mitológico siempre reverbera una idea tenebrosa: lo inevitable. Lo
inevitable, en la tragedia clásica, se reconocía como el fatum. Toda narrativa del héroe ha venido siendo una
escapada de lo ineludible, desde Medea de Eurípides hasta Los Vengadores de los hermanos Russo,
desde el Edipo de Sófocles hasta una película teenager como Destino Final. En la coyuntura política
española colisionan dos destinos contrapuestos, los de PSOE y Vox. El fatum de una legislatura larga y el futuro
terror. Dos destinos se cruzan en un punto del tiempo y el espacio. Unas
elecciones generales en 2027 atravesadas por los próximos gobiernos autonómicos
de coalición PP-Vox. Como en todo relato,
sólo puede quedar uno. De momento, sabemos que el
abogado general del Tribunal de Justicia de la UE avala la ley de amnistía y que la Comisión
respalda las previsiones de crecimiento económico
de España. El Financial Times afirmaba
este martes que nuestro déficit será el más bajo en casi dos décadas. También
sabemos que la intención de voto de Vox está por encima de la del PP. El
crecimiento de los salarios no se corresponde con un aumento del poder
adquisitivo, que ha caído un 11% desde 2008. De esa brecha nace y se fortalece
la ultraderecha.
La salida de Vox de los
Ejecutivos regionales del PP ha demostrado ser una estrategia tan rupturista como eficaz,
similar a la cristalización de Podemos en partido situado frente al
bipartidismo en 2015. Hubo un tiempo en que Pablo Iglesias parecía un Berlinguer descarado,
plurinacional y alternativo al régimen del 78. El tiempo demostró que todo
aquello fue una ilusión. Hoy, el papel protagonista de esa hazaña lo ocupa Santiago Abascal, que ha
comenzado su particular revolución por la derecha y desde arriba, empujado por la ola de
extrema derecha que baña Europa.
En su proceso de hegemonización política de las instituciones y los medios de comunicación, Vox no es Podemos. Goza de una cualidad mutante que no consiguió metabolizar Pablo Iglesias. El partido de Abascal se compone de nuevas élites situadas frente a otras viejas, agrupando en un mismo discurso los antiguos fines nacional-católicos con otros contrapuestos: los anhelos de una nueva generación joven, blanca y heterosexual que asume no tener ninguno. Como todo partido fascista, Vox cumple con la misión de convertir el lumpen proletariado en sujeto político y, sobre todo, en la base social sobre la que gobernar algún día. He aquí la palanca de Euclides con la que Vox se aupará sobre los hombros de Alberto Núñez Feijóo, he aquí la palanca y el punto en el espacio sobre los que Abascal “moverá el mundo”.
Convertir la nostalgia en resentimiento es un buen
combustible para lograr que el partido avance hacia el futuro. Para que Vox
alcance el 20% de los votos, no basta con que el PP se quiebre. Tiene que
suceder algo más. Habrá que ver cuánta transferencia de voto se produce desde el PSOE hacia Vox en
las próximas elecciones autonómicas de Extremadura, Castilla y León y
Andalucía, sin descartar que el ciclo se consolide con otros comicios en la
Comunidad Valenciana y en Aragón. En el partido de la ultraderecha parecen
haberse dado cuenta de que hablar de vivienda es un buen método, siguiendo los
consejos de Gabriel
Rufián: vivienda, vivienda, vivienda.
Los nietos de los
portadores del yugo y las flechas quieren vivienda. Conviene borrar de las
fachadas cualquier símbolo franquista que recuerde al autor que levantó en España miles de
viviendas manchesterianas tras el Plan de Estabilización del
59. Los nietos de ese plan, como el diputado Carlos Quero, volverán a rescatar las placas si nadie
las borra o si no se cumple íntegramente la Ley de Memoria Democrática.
Mientras tanto, el PP
de Alberto Núñez Feijóo hace
ademanes de romperse. Tras la dimisión (en diferido) de Carlos Mazón, este martes
nos desayunábamos con la detención del presidente de la Diputación de Almería
por un supuesto fraude en la contratación de mascarillas durante la pandemia.
Las nuevas élites
populares no acaban de
estar a la altura de sus responsabilidades, ahora que sabemos que en
Madrid y otras comunidades gobernadas por el PP la ratio de universidades
privadas comienza a superar la de las públicas. Advertidos por la privatización
constante del conocimiento, habrá que definir con un poco más de precisión cómo
ha repercutido todo eso en nuestro sistema político o, dicho de otra manera más
ramplona, qué clase de élites son esas. Mazón, Prohens, López Miras o Manuel Moreno Bonilla forman
parte de una derecha que llegó a las instituciones para forrarse los bolsillos
a cambio de nada. Eran
los “hijos de” que salieron de la universidad sin oficio ni beneficio y
llegaron a la política como plan b de su propia supervivencia, apartados de los
negocios de sus padres. O sea, medrantes, insolventes y pufistas.
TINTA LIBRE

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