Vuelven a diseñar el futuro con los mismos mecanismos que han han condenado nuestro pasado y nuestro presente, escribe hoy en CTXT el articulista, un año después del mayor desastre originado por el cambio climático en España y la mala gestión del gobierno autonómico. Las mismas mesas de decisión, los mismos actores, los mismos intereses. Las constructoras que se enriquecieron urbanizando zonas inundables ahora se enriquecen reconstruyendo lo que el agua destruyó. Los mismos responsables políticos que ignoraron las alertas científicas sobre el cambio climático ahora gestionan la reconstrucción en plena emergencia climática. Un sistema que prioriza el negocio a corto plazo sobre la vida de la gente y el planeta no puede decidir nuestro futuro, afirma Romero:
Samuel Romero Aporta
Un año. Ha pasado un año desde que el agua arrasó pueblos enteros, desde que el barro entró en nuestras casas y se llevó vidas, recuerdos y certezas. Un año desde que la naturaleza nos recordó que no somos dueños de nada, que nuestra vulnerabilidad es absoluta cuando ignoramos los límites del planeta. Un año para tejer redes en torno a la esperanza de sentirnos pueblo. Entorno a la juventud que demostró estar.
Quedan sensaciones y emociones enmarañadas que combinan tristeza, rabia e impotencia. La impotencia de ver cómo las alertas fueron ignoradas, cómo las llamadas no obtuvieron respuesta, cómo cada minuto que pasaba se convertía en una eternidad mientras esperábamos ayuda que no llegaba. Y, esa impotencia, crece con la fecha señalada que nos devuelve al ruido ensordecedor del agua arrastrando todo a su paso, a la certeza de que algo se rompió para siempre.
La respuesta a la crisis en la reconstrucción de nuestras ciudades se ha reducido a construir nuevos muros: muros para seguir ciegos ante nuestra ecodependencia; muros para intentar domar la respuesta del planeta en su búsqueda de nuevos equilibrios, una vez destrozados estos por la acción del hombre; muros para decirnos cómo recomponer nuestras vidas y, sobre todo, muros para intentar que olvidemos. Pero los muros separan, encierran, delimitan. Los muros ignoran. Encauzar barrancos, hormigonar cauces, levantar diques más altos, como si el problema fuera el río.
La reconstrucción se ha centrado en intentar dejar todo como estaba, con el sesgo fundamental de asumir que lo anterior era lo deseado. Pero esa normalidad del 28 de octubre de 2024 es parte fundamental del problema: edificar en zonas inundables y de huerta; mantener un modelo urbanístico que prioriza el beneficio inmobiliario sobre la seguridad de quienes ahí vivimos; incentivar una agricultura intensiva industrial que ahoga a quienes trabajan la huerta; ignorar las alertas climáticas y ningunear las evidencias que lanza la ciencia.
Vuelven a diseñar el futuro con los mismos mecanismos que han condenado nuestro pasado y nuestro presente
Vuelven a diseñar el futuro con los mismos mecanismos que han condenado nuestro pasado y nuestro presente. Las mismas mesas de decisión, los mismos actores, los mismos intereses. Las constructoras que se enriquecieron urbanizando zonas inundables ahora se enriquecen reconstruyendo lo que el agua destruyó. Los mismos responsables políticos que ignoraron las alertas científicas sobre el cambio climático ahora gestionan la reconstrucción en plena emergencia climática.
La respuesta institucional ha sido reveladora en sus prioridades. Se articuló con rapidez la recuperación de la actividad económica –reabrir comercios, restablecer la producción, volver al consumo–, como si el objetivo fuera únicamente que los indicadores macroeconómicos no se resintieran. Pero esa misma urgencia pasó sigilosa en la recuperación de vidas dignas. No hubo la misma celeridad en garantizar viviendas habitables, en reconstruir escuelas, en asegurar atención sanitaria, en articular respuestas en el marco del contexto. Porque en este sistema, la vida se mide desgraciadamente en torno a su productividad.
Son las mujeres las que asumen el peso de los cuidados cuando colapsan los servicios públicos, las que tejen las redes de apoyo mutuo
Y persiste el olvido de siempre: el de la brecha de vulnerabilidad añadida a quienes ya partían de una situación crítica. Son las familias trabajadoras las que pierden sus casas, sus trabajos, sus ahorros de toda una vida. Son las personas mayores las que quedan aisladas, sin recursos. Son las personas migrantes, sin papeles, sin derechos, las que ni siquiera aparecen en las estadísticas. Y son las mujeres las que asumen el peso de los cuidados cuando colapsan los servicios públicos, las que tejen las redes de apoyo mutuo que las instituciones no son capaces de articular. Son esos sus muros.
Frente a los muros, tenemos la necesidad imperiosa de tejer. Tejer nuevas relaciones con nuestros ecosistemas desde el respeto a sus necesidades. Tejer relaciones sociales que reduzcan nuestra enorme vulnerabilidad individual. Tejer ciudades que se adapten al nuevo escenario climático. Tenemos la necesidad de coger el testigo de la solidaridad intergeneracional que nos dejó el desastre; el del recuerdo de cómo sentimos durante semanas la fuerza del bien común quienes juntamos sudor, barro y lágrimas; y el del abrazo diario de la juventud que sueña con futuros dignos.
Tejer requiere tiempo, paciencia, escucha. Tejer debe ser un acto colectivo, comunitario, que no se haga desde los despachos de quienes nunca han pisado el barro, de quienes no tuvieron que llorar vidas o tirar todo cuanto tenían. Tejer es reconocer que dependemos unas personas de otras, que dependemos de todo cuanto nos rodea, que nuestra vida está entrelazada con la de los demás y con la del planeta.
Un año después del golpe a nuestras vidas, sabemos que esas relaciones, tejidas con la paciencia de las relaciones humanas, son las que salvaron nuestra vida, nos dieron un hombro para llorar y la fuerza colectiva para salir del barro.
Un sistema que prioriza el beneficio a corto plazo sobre la vida de la mayoría y la salud del planeta no puede decidir nuestro futuro
Las responsabilidades políticas se irán aclarando con el transcurso de los meses. La indecencia deberá dejar paso a la justicia. Los restos y la dignidad de ese barro que aún nos recuerda lo vivido cada día se impondrán a las alfombras de despachos. La negligencia de quienes siguen negando el cambio climático –que hace que se ridiculicen alertas, se ignoren llamadas y se antepongan comilonas a salvar vidas– nunca más debe poder decidir sobre nuestro futuro. El desastre que vivimos es la consecuencia directa del desastre capitalista, de un sistema que prioriza el beneficio a corto plazo de unos pocos sobre la vida de la mayoría y la salud del planeta.
Tejer el futuro requiere reconocer nuestra dependencia de otros y otras y aceptar esa vulnerabilidad individual y conducirla hacia la capacidad colectiva. Nadie teje sobre un único hilo; la resistencia la dan el entramado de los hilos que se agrupan.
El futuro pasa, también, por reconocer que dependemos de los ecosistemas, que no podemos seguir tratando a la naturaleza como un recurso infinito que explotar, que las ciudades y pueblos resilientes no son los que tienen muros más altos, sino los que tienen tejidos sociales más fuertes.
Significa proteger nuestros ecosistemas como absoluta prioridad: renaturalizar nuestras ciudades, recuperar la permeabilidad del suelo, cuidar nuestras huertas, proteger los bosques de ribera, restaurar los humedales, entender que esos ecosistemas son nuestra primera línea de defensa ante las catástrofes climáticas que vendrán.
Significa construir ciudades y pueblos adaptados al nuevo escenario climático, dejar de construir en zonas inundables, pensar la movilidad desde la sostenibilidad, diseñar espacios públicos que sean refugios climáticos. Significa fortalecer los servicios públicos, tener sistemas de emergencia preparados, servicios educativos, sanitarios y sociales que puedan dar respuesta rápida cuando llega la crisis. Significa construir comunidad, fortalecer las redes de apoyo mutuo, reconocer que la resiliencia no es individual, es colectiva. Que nos salvamos juntos o no nos salvamos.
Un año después, no podemos olvidar. No podemos normalizar la miseria ni aceptar que la reconstrucción sea, simplemente, la vuelta a lo anterior. Seguiremos recordando, seguiremos sintiendo esa rabia que se agranda con cada fecha señalada y exigiendo que el futuro sea el que decidamos.
Tejamos en torno a la esperanza de los vínculos forjados. Cuando nos sentimos pueblo pese a la miseria, porque la reconstrucción no puede ser una vuelta a la normalidad. La normalidad era el problema. Tejer el futuro que queremos –desde abajo, desde lo colectivo, desde la escucha de quienes no tienen voz– es la única respuesta posible.
CTXT DdA, XXI/6148

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