No nos debe extrañar, a los que empezamos en esto hace ya muchos años y algo hemos aprendido, que un asunto tan grave y de tan de continuada y brutal actualidad como la barbarie que el Estado de Israel perpetra contra el pueblo palestino desde octubre de 2023 -sin que por esto olvidemos otras del pasado-, haya abierto una sección abierta a la indignación popular a través de las cartas en un medio como CTXT, que está dando un valioso material informativo y opinativo al respecto. Lo extraño debería ser que no se haya abierto antes y que el resto de los medios con una cierta dignidad profesional todavía no lo hayan hecho, aunque quizá para esto les falte libertad e independencia. Pocas veces hay una razón de tal dimensión mediática como un genocidio para que los medios de comunicación se abran participativamente a lo que comunicación con sus lectores al respecto. Este Lazarillo ha seleccionado esta carta publicada en CTX y firmada por Lucía Álvarez de Linera, desde Asturias, una ciudadana a lo que parece joven, según se desprende del sentimiento y convencimiento que nutren su espontánea misiva:
Si te hundes, ellos se quedan sin voz
Cada noche se ha convertido en un sendero que no quiero caminar. Intento buscar los modos para evitar caminar descalza sobre los trozos de seres humanos –¡De niños!–, que se desperdigan tras mis párpados en cuanto los cierro.
El día es un océano salado que saboreo cada hora mientras Palestina se abre en una herida que no deja de sangrar. Que no ha dejado nunca de sangrar. Un genocidio eterno e impune. Y ¡no! No puedo dejar de pensarlo, porque siento muy dentro que algo más importante que una misma está a punto de desvanecerse y no habrá retroceso.
En realidad, es algo más importante que todos nosotros, que todas nuestras diferencias y posiciones. Que nuestros trabajos, que nuestros amores y desamores, que las grescas de quienes inflan su pecho en la tele. Aquí está en juego el futuro de toda la especie, en realidad de todas las especies y del mundo entero.
La primera vez que escuché hablar a una sionista en el verano de 1992 no podía creer que decía. Había visto documentales y mi amiga Cristina, de madre alemana, me contó innumerables historias de personas que hablaban de esa misma manera. Ideas que ya conocía en mi propio entorno y a las que ya me había enfrentado desde niña.
Aquel día me pareció tener al propio Hitler con trenzas y pecas ante mis ojos. Y me afectó tanto que solo pude romper a llorar después de quedarme a gusto a voz en grito. Al día siguiente ella y su familia se habían ido del pueblo. Nunca volvió.
Durante años me escocía ese momento en el estómago como si tuviera que recordarlo por alguna razón. Porque sabía que despojarme de ese sentimiento podría hacer que olvidase qué me hacía ser humana.
He vuelto a sentir lo mismo infinidad de veces. El escozor me envuelve como una manta llena de pinchos y chinches y a penas me deja recordar que podría librarme de ella de un simple tirón. Pero me calmo y tomo aire. Por un segundo la ansiedad se disipa cuando pienso en que la rabia no vale más que para bloquearse en algo que solo puede doler.
Tengo los ojos de cada niño que he visto llorar, reír y después trocear en Gaza clavados en las pupilas. Tengo las mentiras de quienes pueden hacer algo para pararlo palpitando en mis venas cuando los veo interpretar.
¿Por qué debo dejar de informarme y de ver tan de cerca lo que pasa en Palestina? Es fácil hacerlo, dicen. Pero en mis sueños gritan pidiendo ayuda como si yo pudiese hacer algo más. No desaparecen porque Palestina sigue sangrando, aunque yo no mire.
Y me siento fatal, porque no soy nada y no puedo ayudarles. Es como gritar contra la pared, amordazada y con las manos atadas mientras sé lo que hay detrás. Lo que viene. Lo sabemos. Y negarlo o mirar hacia otro lado no va a hacer que eso cambie.
La traición de los que no ven que condenan a todos y cada uno de nosotros a vivir el peor de los futuros me duele. Y sí, me deprime hasta la angustia y hasta el no querer cerrar los ojos para no ver lo que pasará.
Otro día despierta. Las galletas ya no saben dulces, en la tele solo hablan de guerras y te incrustan documentales belicistas hasta en el canal de decoración.
Recuerdas que es día 10 y que hay que apoquinar el alquiler y que te quedarán unos 200 euros para lo demás. Es una mierda, pero aun así enciendes la tele y ves al ministro de economía decir que el país va viento en popa a toda vela cuando los ricos son más ricos y el resto cada día nos ahogamos más. Ves a la OTAN, de nuevo, mintiendo peor que un párvulo y empecinada en ponerte el puto casco y la metralleta y mandarte a matar rusos que ni miran para aquí.
Y dime tú a quién coño le sigue apeteciendo ahora salir del zulo que pagas por casa para gastarte lo que no tienes en un bar. A mí no. Tampoco me apetece escuchar tomando un café que te pesas la comida y te dejas la vida en un gimnasio. No me apetece.
La vida se sucede frívola y yo, hoy, me siento más parecida a un árbol o a una ardilla que a esta humanidad. Aun así, sigo, y seguiré, aquí vistiendo la vida que me ha tocado vivir. Cada día trato de llevarme el humor por sombrero para llevarlo un poquito mejor.
~Si te hundes, ellos se quedan sin voz~
Miras la deriva de todo, del mundo, de los gobiernos, de la sociedad y ves un esquema clarísimo. Nada es fortuito. Y esa es la mayor pena que tengo. Que sé que nada es fortuito.
Ojalá fuera una Barbie florero y no me importase nada y pudiera seguir impasible, pero una no elige lo que le duele.
¡Paremos este mundo de una puta vez! Un abrazo desde Asturias.
DdA, XXI/6115
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