Carmen Ordóñez
La anécdota, si es que así puede llamarse, ocurrió la semana pasada pero
es preciso dar cuenta de los antecedentes, que son éstos:
Vivo en Madrid y desde el pasado mes de diciembre
padezco una especie de lumbalgia. En primera instancia, el médico de familia
solicitó con carácter de urgencia unas radiografías, prueba que me hicieron en
enero, y me derivó al traumatólogo. El especialista me recibió en el mes de
abril, derivándome a su vez a la sección de Rehabilitación, donde tengo cita
concertada para el 19 de septiembre. Hasta aquí, todo es normal. Los madrileños
estamos habituados a estos ritmos en la atención sanitaria y ya ni siquiera
emitimos quejas; sólo algún que otro suspiro de impotencia.
Para saber a ciencia cierta si esta cita se va a traducir en una simple
consulta o si realmente será el comienzo de un periodo de rehabilitación
efectiva, intenté contactar por vía telefónica con el servicio de
Rehabilitación que me corresponde y que no se encuentra en mi centro de salud.
Marqué el número que figura en la tarjeta sanitaria y me atendió un amable
joven a quien expliqué brevemente la situación para que transfiriera la llamada
al centro donde estoy citada para que allí resolvieran mis dudas. Me dijo que
no era posible pero que me llamarían desde este departamento a lo largo de la
tarde.
Dos o tres horas después recibí una llamada desde mi centro de salud
para ofrecerme ¡una baja sanitaria! Tras un instante de perplejidad, informé al
interlocutor de que ni era esa mi petición, puesto que ya estoy jubilada, ni
era con ellos con quienes yo necesitaba hablar. Y añadí que me parecía
importante localizar al paciente que realmente necesitaba esa baja médica
porque sin duda se trataba de una confusión de datos. Desde el otro lado de la
línea echaban pestes de la empresa subcontratada para el servicio de atención
al paciente a cuyos empleados definieron como “una panda de incompetentes que
no se enteran de nada”. No pregunté el nombre de dicha empresa: supongo que se
tratará de una constructora (léase Acciona, OHL o Sacyr. O una UTE compuesta
por todas ellas o algunas de sus filiales) o bien, ya en el ámbito sanitario,
la todopoderosa Quirón. Debería de investigarlo para cumplir como es debido con
mi ya moribunda inquietud periodística pero, qué quieren que les diga, me da
pereza; como tampoco me atrevo a confirmar si está generalizada la costumbre de
que las bajas médicas se extiendan por vía telefónica y sin consulta
presencial, aunque todo parece indicar que así es.
Pensé que con este aviso por mi parte quedaría zanjado el asunto, pero
no fue así. Un par de horas más tarde recibí la llamada de una doctora, que se
identificó como mi nueva médico de atención primaria (ya van tres desde que
comenzó este proceso), que mostraba su extrañeza porque yo, con setenta años,
solicitara una baja laboral. De nuevo suspiros y repetición de mis
explicaciones, ante las cuales la doctora me aconsejó que me personara
directamente en ese centro médico especializado para resolver mis dudas. No
obstante, me adelantó que esa cita seguramente sería para una única consulta
que me daría paso franco a una lista de espera hasta que llegara mi turno para
unas sesiones de rehabilitación.
Comenté el incidente con un amigo. En pocas palabras y por vía whatsapp,
le escribí: “Acaba de llamarme mi médico ¡para darme una baja!”. A lo que él me
respondió: “Pues ándate con ojo, no te vayan a dar luego el alta y tengas que
volver a trabajar”.
DdA, XXI/6077
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