Mi artículo de hoy para la Opinión de Zamora, dentro de la colaboración semanal que el Colectivo Ciudadanos de la Región Leonesa CCRL mantiene con dicho diario, está dedicado a todas las gentes de España y Portugal que en estos últimos días han visto al fuego arrasar sus montes, sus casas y sus recuerdos. Pero, sobre todo, a mis paisanos de Zamora y León, que han mirado al cielo esperando la lluvia como quien espera el perdón de un dios antiguo, y han sentido que el humo no sólo nublaba el horizonte, sino también el alma.
En Zamora, los pueblos conservan en sus piedras una escritura sin letras, donde se leen —si se sabe mirar— los siglos que las habitaron. Cada umbral, cada rúa angosta, parecen recitar eternamente el mismo sermón pétreo que dictaron los canteros del románico, cuando el Reino de León extendía su sombra por gran parte del solar ibérico y las campanas marcaban el orden del mundo. Y aquí, aún hay hombres cuyas manos endurecidas repiten el gesto de sus antepasados, como si labraran no sólo la tierra sino la historia misma; y abuelas que aún portan el luto como herencia, no ya por un difunto concreto, sino por un tiempo entero que se fue. Nada aquí es heroico: es el ciclo obstinado de las estaciones, la letanía que se renueva cada año como en los diezmarios monásticos, donde todo está previsto y nada sobra. Entre la fe —pues aquí aún huele a cirio y a retablo— y la escasez— cada vez más recuerdo que verdadera visitante de nuestros campos—, la vida continúa sin otro permiso que el que otorga la costumbre y sin otra ley que la dictada por la tierra y el cielo, testigos imperturbables de todo cuanto pasa… y de lo que permanece.
Pero antaño...antaño el ritmo lo marcaban las estaciones, como si el calendario fuese secundario ante el pulso de la naturaleza. El día comenzaba antes del amanecer: el gallo era el despertador, la caricia fría del agua el primer gesto consciente, y un mendrugo de pan la antesala a la faena. Los hombres salían al campo —arado al hombro, bestia domada, semilla y sudor— a pelear con la tierra, mientras las mujeres se quedaban en casa, devanando lana, remendando la ropa, cuidando el fuego y multiplicando el milagro doméstico entre hijos, huerto, la colada perpetua y en no pocas ocasiones siendo ellas las que acudían también a las tierras para atender todos sus quehaceres. Mi abuela fue una de ellas. El desayuno era frugal, y no pocas veces retrasado hasta que el gasto del esfuerzo lo exigía. Unas sopas de ajo, pan "desmigáu" en manteca o aceite, un cachico tocino o queso, y poco más; no era momento de abundancias.
Los pueblos, entonces, eran microcosmos cerrados con leyes invisibles. La vecindad era obligatoria, pues nadie sobrevivía sin el auxilio colectivo: si a uno le caía un rayo en el pajar, los demás acudían en cuadrilla a sofocar el contratiempo. Se compartía lo poco, y se competía apenas en la indiscreción de quién tenía la mejor cosecha o la más afanosa matanza. La palabra dada, sin ser solemne, era decreto. Si alguien faltaba a lo pactado o a la ayuda ajena, cargaba con la rumorología del lugar y el peso de la desconfianza, castigo más severo que una multa.
El cura y el maestro eran autoridad, pero no dominio. El sacerdote se sentaba a la mesa con los paisanos del pueblo - por muchos lares aún lo hace - recibiendo respeto pero también confidencias. El maestro, muchas veces itinerante, llevaba en la cartera más resignación que certezas, sabiendo que la prioridad infantil eran a menudo el huerto, las ovejas, las vacas o las cabras, más que el pizarrín. Y es que la escuela, aunque reverenciada, era un paréntesis breve: la vida enseñaba más, y mucho antes, que la tiza. En el invierno, el brasero bajo la mesa era aula de transmisión oral: cuentos, refranes, romances de ciego, todo el acervo que operaba como salvaguarda de la identidad. "Benditas llumes aquías" (benditas lumbres aquellas).
Las creencias manaban de una religiosidad íntima, menos doctrinal que instintiva. Dios era presencia, pero no fiscalizador constante. A cada labor correspondía una petición, a cada temor su rogar: las rogativas de lluvia, el agua bendita para la sementera, las velas a san Antón para el ganado, o los rezos ancestrales entre dientes durante las tormentas. Todo estaba impregnado por una superstición soterrada, pero decisiva: el mal de ojo que se neutralizaba con la "higa" (figura que representa una mano con el dedo pulgar entre el índice y el corazón), al ganado se le protegía con cintas rojas o con la medalla de San Antón en torno a su frente o yugo, con el toque de campanas acompañado del "Tente, nube, tente tú, que Dios puede más que tú" se ahuyentaba al "Reñubreiru" (ser que controla las nubes y provoca tormentas y granizadas con el fin de acabar con los cultivos), se contaban relatos de duendes, moros y trasgos incordiando en la alborada, los curanderos neutralizaban toda suerte de males con sus plantas medicinales, sus oraciones secretas, la imposición de manos o el uso de amuletos... repertorio francamente inabarcable. Y la muerte, por supuesto, convertida ya en rutina de recogimiento, llanto breve y seguida de un velorio donde se mezclaban la pena y la necesidad de relato, pues era la ocasión de reunir a los ausentes.
Las fiestas patronales y las ferias eran los días grandes. No faltaba el repicar de las campanas, la misa mayor, la procesión encabezada por las rapazas y rapaces convenientemente ataviados con camisas de lino, chalecos de paño , faldas con cintas de seda y mandiles bordados... Por la tarde, baile en la plaza, al son de la gaita y el tamboril y si había dinero, que era raro, se probaban los embutidos y el vino por encima de las posibilidades. El resto del año, el ocio se reducía al bar, refugio de anécdota, partida y cante bajo.
La alimentación era recia: potajes de legumbre, sopas de ajo, cocidos, hogazas de pan casero, y los tesoros de la matanza cuando tocaban. Y es que el rito del cerdo marcaba el calendario invernal: matar, chamuscar, despiece y la elaboración metódica de chorizos, jamones y morcillas, cada familia aprendiendo de la anterior. El pan amasado cada semana, el queso de oveja o cabra curado en paños y el vino completaban la dieta, aderezada convenientemente por el intercambio entre vecinos de algo de aceite por unas cebollas, una berza a cambio de un cachico de tocino adobado y ahumado...
Las tareas eran de todos y para todos: los niños pastoreaban el rebaño cuando aún no distinguían las letras, las mujeres hilaban y tejían al amor de la llume (lumbre), los hombres remendaban aperos y asistían a las faenas de todos, porque el campo no conoce de parcelas privadas ante el apremio del clima. Las jornadas se alargaban hasta el ocaso, y sólo el crecimiento de la luna marcaba la pausa de un trabajo que no conocía tregua.
La llegada de la mecanización y el éxodo rural, a partir de la década de los cincuenta, desgajaron la vida tradicional. Los tractores permitieron hacer en horas lo que antes ocupaba días, pero trajeron, a cambio, la soledad del campo vacío. Los jóvenes emigraron a la ciudad, primero a Salamanca, León o Valladolid y los más atrevidos, a Vitoria, Bilbao, Madrid, Barcelona, París, Alemania o Suiza. Se rompió la familia extensa, se secó el pozo de historias y la escuela quedó para los viejos y para los nietos que venían en verano. Muchas costumbres, sin embargo, se guarecieron: la Semana Santa en cada pueblo, la fiesta de la cosecha o la vendimia, la del patrono, e incluso la manera de mirar el cielo e interpretar su atávico lenguaje.
Los cambios llegaron despacio y a veces sin hacer mucho ruido. El agua corriente y la electricidad alteraron la penuria material, pero no la prudencia; la televisión encendió el deseo de otra vida posible, pero durante un tiempo la niñez siguió descalza, jugando entre carros o corriendo tras un burro viejo entre el polvo, y en gran medida el sentido de comunidad persistió habida cuenta de lo concurridos que están aún los "poyos" y asientos a la puerta las casas.
Aquel mundo rural zamorano de la vigésima centuria, fue, como también antes, el de la sobria resistencia, no por orgullo altivo, sino por inercia y amor de costumbre; la aceptación del ciclo y la gratitud por lo poco; la comprensión de que todo lo que sucedía ya les había ocurrido a otros.
Hoy cuando a nuestros pueblos apenas les queda la voz del viento y la perseverancia habitacional de unos pocos, más que nunca da la sensación de que nuestra geografía estorba a cuantas instituciones debieran protegerla. A los últimos hechos me remito. No nos resignemos NUNCA. LUCHEMOS.
DdA, XXI/6075
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