Visto el panorama europeo y luego de la comparecencia de ayer del Presidente del Gobierno, parece cada vez más claro que la “excepción española” está hoy mucho más cerca del final que hace unas semanas. Y como suele suceder, más por errores propios que por aciertos del adversario. Lo cierto es que el caso Cerdán dota de veracidad el argumentario del Partido Popular, después del fracaso de la concentración del domingo pasado. ¿Dimitirá Sánchez como secretario general de su partido y seguirá gobernando? Me parece posible.
EDITORIAL
Pálido, contrito y aparentemente abatido, Pedro Sánchez ha pedido este 12 de junio perdón a la ciudadanía y a la militancia socialista –en una comparecencia que recordó a la famosa petición de disculpas del rey exiliado– por la supuesta implicación del número tres del PSOE, Santos Cerdán, en el cobro de comisiones ilegales a cambio de adjudicaciones de obras públicas, revelada el día anterior por un informe de la UCO, la unidad de la Guardia Civil que investiga el caso Koldo. El presidente del Gobierno y líder del PSOE anunció además que, tras exigir la renuncia de su secretario de organización, con el cual trabajó codo a codo desde 2014, pedirá una auditoría externa de las cuentas del partido y reestructurará la comisión ejecutiva del PSOE. Luego, descartó convocar elecciones antes de 2027.
La primera impresión de la comparecencia es que Sánchez, maestro de la resistencia numantina, ha ganado tiempo y espacio para sopesar cuál es el mejor momento de anunciar el adelanto electoral y presentarse a su enésima batalla perdida como un presidente honrado y eficaz, que ha sido injustamente perseguido por las cloacas y la brigada mediático-judicial de una ultraderecha que no solo tolera sino que fomenta la corrupción.
Este relato, que en buena parte es real, tiene ahora una falla muy profunda que Sánchez debería asumir: no una sino dos manos derechas, las dos personas de su máxima confianza dentro del partido, Ábalos y Cerdán, están implicados en sendos escándalos de corrupción. Y a la ciudadanía le quedan básicamente dos opciones: o bien piensa que Sánchez es tan corrupto como sus colaboradores, o bien deduce que el presidente se hace la víctima pero ha confiado el destino de su partido a dos tipos nada recomendables, y además ha sido incapaz de controlarlos.
La realidad es seguramente menos taxativa. Sánchez lleva gobernando el país desde 2018, y en esta legislatura ha sufrido un verdadero calvario, marcado por los feroces ataques de la derecha trumpista. Salvo la ley de amnistía concedida a los políticos catalanes procesados por el Supremo –con quienes por cierto negoció Cerdán en nombre del PSOE, y de Sánchez–, pocos avances políticos hay que destacar de estos dos años de coalición progresista en minoría. El Gobierno, en lo fundamental, se dedica a capitalizar la buena situación económica que atraviesa el país.
Queda, desde luego, el clima atroz de inquina, el odio desatado contra el “felón” y el “gobierno ilegítimo”: ese levantamiento judicial y mediático permanente, el mediafare y el lawfare, visible en los insultos personales de cada día, en las mentiras y los bulos, y condensado en los tribunales a través de los brutales procesos abiertos contra Begoña Gómez y el Fiscal General del Estado.
La tragedia es que el asunto Cerdán es más útil que todo lo demás para dotar de veracidad el argumentario del PP que trata de dibujar el gobierno de Sánchez como una mafia instalada en el Estado a la que hay que expulsar. No existe tal cosa. Pero la financiación ilegal de los partidos a través de mordidas de las grandes constructoras es el motor recurrente de la corrupción bipartidista desde 1978.
Llegados a este punto, convocar elecciones sería lo coherente. Pero con la izquierda rota y el PSOE sin rumbo, y sabiendo que eso equivaldría a entregar en bandeja el poder a la ultraderecha, quizá Sánchez busque alguna solución imaginativa. Una hipótesis sería dimitir como secretario general del PSOE, asumiendo su responsabilidad política directa, para dejar claro a sus odiadores que no volverá a ser candidato a presidente, y seguir gobernando. Eso abriría un proceso democrático de sucesión, y daría tiempo (o no) a que las penosas familias y demás parientes de la izquierda se recompongan o se organicen, si ese milagro fuera posible.
Haga lo que haga Sánchez, lo que parece cada vez más claro es que la “excepción española” está hoy mucho más cerca del final que hace unas semanas. Y como suele suceder, más por errores propios que por aciertos del adversario.
CTXT DdA, XXI/6.011
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