José Ignacio Fernández del Castro
«"¡Guardaos, tierras antiguas, vuestra pompa legendaria!" grita ella./ "¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres./ Vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad./ El desamparado desecho de vuestras rebosantes playas./ Enviadme a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades, a mí!./ ¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta dorada!"»
(Final del soneto “The New Colossus”, ya dirigido a Europa, que, escrito en 1883 por Emma LAZARUS a solicitud de William Maxwell Evarts como una donación a la subasta realizada para la «Recaudación de Fondos para Exposiciones de Arte en Ayuda del Pedestal Bartholdi para la Estatua de la Libertad»; fue añadido en 1903 en una placa de bronce a dicho pedestal de la neoyorkina Estatua de la Libertad, “La Libertad Iluminando el Mundo”, regalo del gobierno francés para conmemorar el centenario de la Declaración de Independencia norteamericana, diseñada por el escultor Frédéric Auguste Bartholdi con estructura interior del ingeniero Alexandre Gustave Eiffel, que había sido inaugurada el 28 de Octubre de 1886).
Son éstos, tiempos de política nacionalista y neoproteccionista en lo exterior, sobre todo en materia de aranceles y flujos humanos, con un ufano neoliberalismo en lo interior, ya sabemos que “lo que no es mercado es pecado”, liderados ya abiertamente por el poder del dinero en el “nuevo orden del mundo Trusk”… Un mundo en el que las presiones del refugio económico (exterior o interior) ante una realidad profunda y crecientemente injusta en el reparto de la riqueza, se ven cortadas ya, incluso por los países de mayor “tradición acogedora”, como Francia o Estados Unidos, desmintiendo el simbolismo y el mensaje de la venerable Estatua de la Libertad neoyorquina… Un mensaje de esperanza (virtud, en el fondo, profundamente conservadora, pues sitúa cualquier posibilidad de cambio más allá de la propia voluntad y de la propia acción) que parece haber perdido todo sentido cuando ya nadie (y Trump menos que nadie, a no ser que lleguen con mucho dinero y muchos afanes de contribuir al negocio) parece estar dispuesto, en nombre del nuevo principio supremo de la seguridad, a abrir puertas, ni doradas ni herrumbrosas, ante quien busca simplemente una opción de vida mínimamente digna en este planeta a la deriva...
Así que no es extraño que el eurodiputado francés Raphaël Glucksmann (hijo del otrora famoso filósofo André Glucksmann, maoísta en el mayo parisino del 68, crítico del marxismo con los nouveaux philosophes en los 70 y, finalmente, apoyo público de Nicolás Sarkozy en 2007 a través de la Unión por un Movimiento Popular) aprovechase la convención de su movimiento de centroizquierda Place Publique (al que llegó desde unos inicios neoliberales) para declarar que "Vamos a decirles a los estadounidenses que han optado por aliarse con los tiranos, a los estadounidenses que despidieron a investigadores por exigir libertad científica: «Devuélvannos la Estatua de la Libertad'»... Se la regalamos, pero al parecer la desprecian. Así que estará bien aquí en casa."
En efecto, parece claro que los Estados Unidos de Trusk ya no representan los valores que llevaron al “pueblo francés” a regalársela al “pueblo americano” en el centenario de su independencia. Pero ¿acaso siguen vivos en la Francia de Emmanuel Macron, François Bayrou y Marine Le Pen?... Probablemente, esa cohorte, no justifique ni la pequeña copia de la estatua que se alza en una pequeña isla del Sena en París. ¿Siguen vivos siquiera en la Europa de las míticas revoluciones?... Giorgia Meloni, Viktor Orbán, Alice Weidel, André Ventura, Santiago Abascal, Mateusz Morawiecki y tantos otros “personajes emergentes” (incluída la dúctil, al servicio de la “voz del amo”, Ursula von der Leyen) obligan a más qie dudarlo. Y es que la libertad (la de vida, claro, no la de mercado), Emma Lazarus dixit, sólo florece en la aceptación de las gentes desamparadas, rendidas, pobres, del desesperado desecho de nuestras rebosantes playas… De las masas hacinadas anhelando respirar esa libertad. En definitiva, fructifica con el alegre beneplácito de la diferencia. Una diferencia que a los más (ciudadanía de a pie) siempre nos quedará pequeña, mientras a los menos (dueños del mundo) les parecerá demasiado grande. Y se empeñarán en reducírnosla como sea.
DdA, XXI/5.935
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