Félix Población
La primera vez que me sentí viajero independiente, libre de la tutela familiar -aunque se requería un permiso paterno, utilizable a requerimiento de las fuerzas del orden establecido-, fue en el tren correo que circulaba todos los días entre Gijón y León, cuando habían declinado las locomotoras a vapor y el trayecto llevaba ya bastantes años electrificado.
Aquellos viajes fueron posibles gracias a los a menudo andariegos, apocados y vacilantes amores adolescentes. El kilométrico ferroviario me permitía viajar gratis en un departamento de segunda clase. Un bocadillo casero me aseguraba la manutención durante la jornada, que se iniciaba con la salida del tren a primera hora de la mañana de la estación del norte, discurría durante casi cuatro horas de trayecto y concluía con el regreso, siempre demasiado temprano, a última hora de la tarde.
Cuatro amores empecé a conjugar durante la ida y regreso de esos viajes solitarios: el que sentía por tren -en honor a mi ascendencia ferroviaria-, el que promovía el paisaje desde la ventanilla de mi departamento al cruzar el puerto de Pajares -sobre todo los días azules, con las cumbres despejadas de niebla-, y los amores a la catedral más bella de España y a la adolescente rubia cuyos ojos igualaban en luz cenital la de los vitrales de aquella lámpara de piedra que descubrí la primera vez en la que entramos juntos.
A esos amores había que añadir también el recuerdo de un ya medio borroso temor infantil, al paso por las inmediaciones de la localidad de Santa Lucía, una vez atravesado el puerto, al recordar la historia que me contó mi padre, una vez que viajamos juntos, de las dos locomotoras que cayeron desde el puente del río Bernesga por un descarrilamiento ocurrido en 1950 en las inmediaciones del pequeño pueblo minero leonés.
Hoy las redes me han aportado la imagen de la noticia y también el lugar actual donde posiblemente ocurrió el suceso*. Dos de los maquinistas y un fogonero de aquellas admirables y fogosas locomotoras a vapor perdieron la vida. La fotografía me ha permitido visualizar lo que de niño imaginé como una gran tragedia, con el precedente añadido de la que sentí como mi primer tragedia personal un día al regreso del colegio.
No fue especialmente delicada mi madre ese mediodía al informarme de que en un despiste, al abrir una ventana de la galería para tender las sábanas, tiró al patio de luces la locomotorita de vapor con la que yo jugaba por los alféizares interiores durante horas. Alguien se ofreció a recoger los restos del juguete para dármelos, pero mi desconsuelo no admitió esa posibilidad, convencido de que añadiría aún más dolor a mi abatimiento.
Nunca había podido tener, ni siquiera aspirar a un tren eléctrico, de los que se mostraban en los escaparates de las jugueterías por Navidad y estaban sólo al alcance de las familias pudientes. Puedo asegurar, sin embargo, que el tacto de mi mano conduciendo aquella locomotorita de maqueta que alguien me había regalado como consolación, y que discurría sobre los alféizares como si fueran la rampa de Pajares, con una vagón azul de hojalata detrás al que le faltaban dos ruedas, había llegado a convertirse en mi mayor y más prolongada delectación como entretenimiento.
Todavía me escocía el dolor de aquella pérdida cuando cruzaba de adolescente, memorizando en el departamento los poemas de amor de Neruda para decírselos de cerca a mi amiga, ese puente sobre el Bernesga desde el que cayeron al río las dos locomotoras a vapor. Su fotografía ha rescatado la imagen entonces imaginada y, a su vez, la de mi locomotora de juguete, muerta y abandonada entre los gatos maulladores de un sucio patio de luces. Por todo lo que me hizo imaginar yendo de mi mano por las escarpadas rampas de los alféizares, no habría merecido ese abandono.
*Mi agradecimiento a los leoneses que han facilitado recientemente en Facebook las imágenes del suceso y del lugar actual en el que ocurrió, sin las que posiblemente no hubiera podido encontrar esta nueva página perdida de mi memoria.
DdA, XX/5.841
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