Julio Llamazares
Se
apagan las voces. Últimamente están desapareciendo uno detrás de otro los últimos protagonistas y testigos de una
historia que durante algunos años llenó de dolor y violencia, también de heroísmo, muchas regiones de España y
que, por desgracia, hoy ya pocos recuerdan. Hablo de los republicanos que, por
idealismo o supervivencia o por ambas cosas a la vez, permanecieron durante
años huidos por las montañas al acabar la guerra civil hasta que uno tras otro
fueron cayendo en enfrentamientos con la Guardia Civil o lograron escapar al
extranjero, de donde la mayoría no volvería ya. Se les conoció como guerrilleros, bandoleros o
maquis (de la palabra corsa
‘maquisard’: emboscado) según quien se refiriera a ellos, pero en la montaña de
León, donde llegó a haber medio centenar (en El Bierzo hubo muchos más), la
gente se refirió siempre a ellos como los del monte. Su historia ha sido
llevada al cine y a la literatura, pero pocos han sido los historiadores que se
han ocupado de ella con rigor. Secundino Serrano, leonés, ha sido una de las
excepciones.
Juana
Tascón Rodríguez, de la Mata de la Bérbula, fue una de esas personas cuyo voz se acaba de apagar y cuyo testimonio
hubiera servido para alimentar esa historia como me a mí me sirvió cuando
escribí mi primera novela, esa en la que recogí las historias que me contaron
de niño y adolescente los vecinos de La Mata y de otros pueblos de la zona y
que titulé ‘Luna de lobos’ en honor al astro que iluminaba aquellas noches y a los animales en
los que en mi imaginación se convertían sus protagonistas. Juana Tascón como
tantas otras personas, especialmente mujeres, no lo fue porque se echara al
monte sino porque desde
muy joven ayudó a los que en él estaban escondidos jugándose la vida o la
propia integridad más de una vez.
Prima de guerrilleros y de familia represaliada, con unos padres ya mayores y
una única hermana menor que ella, Juana afrontó desde muy pequeña la
responsabilidad de ayudar a sus primos y a sus compañeros de peripecia
llevándoles comida cuando iba con las vacas o comprando para ellos en León
medicinas y colonia (fue ella la que me contó que la que compraba siempre era
Maderas de Oriente, pues su fuerte olor permitía a los huidos neutralizar el
olor a monte que desprendían de tanto vivir en él y que alertaba a los perros
de las aldeas a las que se aproximaban creyendo que eran lobos de verdad), lo
que le costaría palizas y represalias como la deportación con toda su familia a
Badajoz, incluso ser condenada a muerte, una condena que se redujo a un año de cárcel, que
cumplió en la de León. Nunca se arrepintió de lo que hizo por ello, pero
tampoco presumió de valentía. Hizo, me dijo siempre, lo que le tocó hacer.
A
mediados de los años cuarenta, diez después de que hubiese empezado la guerra,
que en el norte de León duró un año tan solo pero cuyas consecuencias se
prolongaron durante mucho tiempo, los huidos de la zona de Boñar, entre los que
estaban los primos de Juana, huyeron al extranjero y los pueblos de la zona
entraron en una posguerra cuyo silencio obligado escondía mucho dolor y mucha
tristeza de los que nadie hablaba por miedo. Los supervivientes de aquella
historia de violencia y muerte rehicieron sus vidas como pudieron y así
vivieron hasta que muchos años después llegó la tan ansiada libertad y pudieron
por fin romper su silencio y comenzar a contar sus historias. Juana, como
tantos otros, lo hizo con cuentagotas (el miedo todavía acechaba en las aldeas
tras las puertas), pero a
mí su testimonio me sirvió para componer un personaje de ‘Luna de lobos’, el de la hermana de uno de los guerrilleros, al que,
en homenaje a ella, le puse su nombre. Y así quedó en la letra impresa, incluso
en el celuloide del cine, aunque no sé si a ella le importó mucho.
Cuando
el viernes supe de su muerte (Juana
murió en Gijón, donde vivió la mitad de su vida, a los 99 años de edad) yo acababa de recibir un mensaje telefónico de
Cristina Collado, la actriz que encarnó el personaje de Juana en la película
‘Luna de lobos’, que dirigió Julio Sánchez Valdés. Hacía quizá 30 años que no
sabía de ella.
La Nueva Crónica DdA, XX/5.642
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