domingo, 30 de agosto de 2020

VIVENCIAS DE UN CAMPANERO DE ENSIDESA, EN AVILÉS


El pasado 9 de abril se publicó en este mismo Diario del Aire y en El Salto un artículo de Félix Población sobre el documental realizado por Isaac Bazán hace cinco años, titulado Campaneros (Valle Producciones), en el que su director nos daba cuenta de su gestación y documentación,  y de las entrevistas que sostuvo con algunos de aquellos obreros que se jugaron la vida para poner los cimientos de la antigua factoría de Ensidesa, en Avilés. Sirva "La generación de los campaneros de Ensidesa: "Aquello era para morirse" para complementar el excelente artículo que firma hoy Manuel Maurín, en el que recrea las vivencias de uno de aquellos campaneros venidos de la España interior. Este capítulo también forma parte de la olvidada Memoria Histórica, y las nuevas generaciones no deberían desconocerlo, como otros muchos que siguen sin figurar en sus planes de estudio. La historia de Asturias no debería olvidar a quienes formaron parte de ella a costa de tanto riesgo.

Manuel Maurín

Cuando le dijeron que se estaba construyendo una fábrica en Avilés y ofrecían trabajo para campaneros no se lo pensó dos veces, suponiendo que se trataría de fundir bronces para los campanarios, o algo similar, pero al apearse del tren y observar el horizonte con miles de pilotes y grandes cubos de hormigón le pareció que aquello era demasiado grande para producir simples campanas.
El inmenso e incomprensible laberinto de encofrados que emergía de los esteros de ría estaba destinado a soportar el peso de las grandes instalaciones siderúrgicas de ENSIDESA (como las baterías de cok, los altos hornos o la acería) sobre el terreno blando de las marismas y, en efecto, encima de los cubos sobresalía un cilindro de acero de aspecto campaniforme, por lo que asumió que, en vez de fundidor, quizás trabajaría como albañil haciendo grandes cajones de cimentación a los que, por su forma, llamaban campanas.
Acertaba en parte, pero no se imaginaba que el trabajo se desarrollaría en el interior de los cajones y a quince metros de profundidad, extrayendo material arenoso para rellenar finalmente el hueco con hormigón armado. Aunque su intención inicial no había sido la de cambiar el vareo de la aceituna por la minería subterránea, pensó que merecería la pena probar, de todas formas, ya que había llegado hasta allí y teniendo en cuenta que el salario que ofrecían era el más elevado para los peones sin categoría, como era su caso.
Tras acceder al interior de la campana, junto con otros cuatro operarios, tuvo que deslizarse por una estrecha chimenea con escaleras hacia la cámara de trabajo que, bajo el nivel freático, se mantenía seca por la inyección del aire comprimido que elevaba la presión en su interior. Una presión que oprimía también los cuerpos y hacía extremadamente penosas las labores de excavación, por lo que necesitaban descansar de manera rotatoria cada poco tiempo y observar a la rata que llevaban enjaulada por si se hinchaba o agonizaba, en cuyo caso tendrían que salir urgentemente al exterior.
Paleando con las botas enterradas en el barro, y respirando a duras penas, escuchaba a los veteranos describir los accidentes que se producían cada día en las campanas, por hundimiento de los cajones, inundación o fallos en las boquillas para extraer el escombro, que aspiraban obreros y los reventaban como si fuesen sandías, según decían los que lo habían visto.
En varias ocasiones sintió que se desvanecía y estuvo a punto de rendirse, empapado en sudor y asfixiado por el ambiente agobiante y el miedo a morir engullido por el fango, pero no se quejó e intentó aguantar, al menos, hasta finalizar la jornada.
Al terminar, mientras esperaba empapado y temblando en la cápsula de descompresión, con la cara pálida y los ojos cerrados, se imaginaba un coro de campanilleros cantando al alba en una dehesa de la Sierra Morena, con un mar de trigales y amapolas batiendo suavemente contra los alcornoques y las encinas. Así estuvo unos veinte minutos antes de ver, por fin, la luz del sol.
En el exterior, le dolían las articulaciones y la cabeza pero otros compañeros se encontraban aún peor, goteando sangre por la nariz y los oídos como efecto de la dilatación de las burbujas de aire en su organismo al descender la presión.
De camino al barracón, que compartía con otros doce andaluces y extremeños, estaba decidido a desertar, pero un telegrama de la familia felicitándole por el nuevo trabajo -y esperando algún giro postal para afrontar las deudas y penurias que les afligían- lo tuvo toda la noche dudando y a la mañana siguiente volvió a entrar en la campana como si nada.


    DdA, XVI/4597    

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