Celestina Tenerías
Hay determinadas noticias en la sección de Sucesos (ahora Sociedad) de los periódicos que son sumamente indicativas de la sociedad de la que formamos parte y de las pautas por las que se rige. En este sentido, las informaciones que tienen por razón el título que encabeza este post son relativamente frecuentes y suelen dejar en el lector un poso aprensivo de melancolía, mezcla de conformismo y fatalidad, que debería no ser el propio de la llamada sociedad de bienestar que tan superficial y estadísticamente se nos asigna. El caso del matrimonio de ancianos octogenarios fallecidos en una populosa localidad catalana hace unos días constituye, por sus trágicas y desoladoras circunstancias, una auténtica y urgente llamada de atención a la conciencia social de nuestro presente y da fe de la imprescindible necesidad de la Ley de Dependencia que por fortuna ya forma parte desde hace meses de la cobertura de asistencia a las personas impedidas. Para don Manuel y doña María del Carmen esa normativa, sin embargo, llegó demasiado tarde: Ella dependía totalmente de la ayuda de su esposo para la mera supervivencia. Hace un mes aproximadamente, Don Manuel sufrió un infarto, que terminó con su vida y Doña Carmen se quedó con su soledad, acompañada por el cadáver de su marido y por su propia impotencia y (quizá) desesperación: no tenía medio de comunicar con nadie y lo más dramático es que quizá no tuviera nadie con quien comunicar. Así que no le quedó más salida que enfrentarse a una muerte que puede ser calificada de auténtica tortura. Don Luis González Morán, sacerdote y profesor universitario, hace de tan impresionante como desgarradora noticia unas agudas reflexiones dignas de atenta lectura y reconsideración. No son otras que las debidas a un periodo de nuestra vida que a todos nos aguarda y para el que deberíamos rescatar los reconfortantes valores de protección y respeto que la ancianidad mereció siempre en las más viejas y reputadas culturas.
2 comentarios:
Puede que a no mucho tardar paguemos el culto a la juventud que esta sociedad de consumo ha fomentado con el consiguiente desprecio a nuestros mayores.
El tratamiento que se da a viejos y niños es el mejor síntoma del nivel social y cultural de una nación, pero no en valores de renta per capita sino de humanidad per capita.
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