Chile no eligió solamente un nombre.
Eligió volver a rozar la noche,
que el hierro envejecido no corta.
Pero en 1973 no fue orden lo que cayó del cielo.
Fue el rayo del cuartel,
la bota sobre el pan,
la patria convertida en un susurro
que aprendió a temblar.
La sangre se llamó miedo.
Se llamó silencio.
Se llamó país clausurado.
A Víctor Jara lo llevaron a un estadio. No para oír su canto,
sino para enseñarle al canto a morir.
Le rompieron las manos
como si quebrando dedos
se pudiera romper la historia.
Y lo llenaron de cuarenta balas,
como quien dispara contra el alba.
Chile siguió caminando.
Caminó sobre su muerto,
caminó sobre su canción,
caminó diciendo “mañana”
para no decir “culpa”.
Y no recordó que la derecha extrema,
cuando levanta el poder,
no administra la casa:
la incendia.
Quema derechos,
quema memoria,
quema al que sobra
y lo llama limpieza.
Hoy no hay estadios cerrados con gritos.
Hay urnas abiertas como flores carnívoras.
Pero el mandato es el mismo:
callar, obedecer, comprar.
Chile ya conoció ese camino.
No saberlo no es inocencia.
Es repetir la herida
con los ojos abiertos.
DdA, XXI/6201
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