
Araceli López, de 107 años, junto a su sobrina Charo.
Elisabet Alba/ileon
Araceli López, la última voz de la represión de Franco en León, sepultó bajo treinta años de silencio la tragedia que el alzamiento militar contra la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura supuso para su humilde familia de Vegacervera (León) “por ser de izquierdas”. Su sobrina nieta Charo López fue, sin pretenderlo, quien empezó a poner luz en una época de absoluta oscuridad. El cómo, la casualidad. Y el dónde, San Marcos (León), antigua cárcel y campo de concentración franquista, reconvertido en uno de los sitios más exclusivos de la ciudad.
“Lo tienes tú claro que voy a entrar yo ahí”. Así de rotunda fue la negativa de Araceli a la invitación de Charo a desayunar en el Parador de San Marcos en su primera visita a España (en 1980, ya muerto el dictador), después de dejarlo todo y exiliarse a Chile en 1953. Frente a la fachada del edificio, inmóvil, levantó la vista y empezó a contar las ventanas una a una y, tras unos segundos de silencio, sentenció: “En esa estuve presa yo”.
De esa manera, se abrió una grieta en el recuerdo de tres décadas de dolor ocultado por el miedo y la vergüenza. Porque quienes lo conocían evitaban nombrarlo para no revivir las heridas y sufrir más represalias. Y nunca revelado a quienes lo desconocían, en un intento de huida hacia adelante, de continuar viviendo a pesar del horror, de tratar de engañar a la mente de que nunca había sucedido.
Lo que no se nombra no existe, pero a veces el alma necesita tiempo para hablar del daño. Y Araceli tardó casi treinta años en desvelar a Charo algo que ni siquiera había conocían sus propios hijos. Que la habían detenido con 18 años junto a su padre por su ideología política, que había sido condenada a muerte por un tribunal militar para darle la libertad a su progenitor, mayor y enfermo, que estuvo presa cinco años, diez meses y un día primero en San Marcos en León y después en la cárcel franquista de mujeres de Saturrarán (Guipúzcoa), que habían asesinado a tres de sus hermanos por defender la libertad y sin saber quién ni dónde, entre ellos al abuelo de Charo, que jamás se encontraron sus cuerpos, que el resto de sus hermanos que seguía con vida habían abandonado el país y se habían ido a América, que su padre murió mientras ella estaba presa y que al morir su madre, la única persona que la mantenía en España, ella también cedió al exilio.
“La estoy viendo delante de San Marcos. No quería entrar ni poco ni nada. Después de más de una hora dando vueltas, al primer sitio que quiso entrar fue a la iglesia. Cuando entró me contó que el resto de presas y ella hacían fila para mirar por la ventana para ver qué se veía. Tenía solo 18 años...”, explica a ILEÓN Charo. “Fui la primera de la familia a quien se lo contó, la primera vez que vino a España”, añade. A ella le dio la llave de su historia, en la que están también muchas de las claves de la vida de Charo. El pasado, presente y futuro de los López, dividido por el océano Atlántico.
La memoria heredada
“Tendría para haber escrito un libro...”, valora conmovida Charo, con una punzada de arrepentimiento por no haber preservado todas las historias que le ha contado Araceli, que este año ha cumplido 107 años. Hasta que ella abrió la puerta de la memoria heredada ni siquiera los hijos de Araceli sabían que había sido condenada a muerte y encarcelada.
Con los años, la relación entre ambas se convirtió en un hilo que unía dos orillas: León y Chile, la tierra que Araceli convirtió en refugio tras su exilio. Araceli volvió a España un puñado de veces más, en el 86, en el 88 y en el 90. En el diario que empezó su padre Tomás y después continuó ella, anotó cada visita con mimo y detalle. Después fue Charo quien empezó a viajar a Chile para verla.
La primera vez que Charo se subió a un avión para ir al continente americano fue en 2003 y se llevó con ella a sus padres. La visita suponía el reencuentro entre el padre de Charo, Ismael, y su pasado. Ismael era el niño de apenas tres años con el que Araceli huyó por el monte cuando los falangistas asesinaron a su padre, Argimiro, en 1936, dejándolo huérfano y a su madre viuda y embarazada de un hijo que nunca conoció a su padre. Ese año fatídico, Araceli e Ismael y, por ende Charo, tía, sobrino y sobrina nieta, perdieron también en las mismas circunstancias a Alfredo y Avelino, que tenían 36, 24 y 22 años respectivamente.
“Mi abuela decía que sabía quién mató a mi abuelo, y dónde, pero nunca recuperamos el cuerpo. Los asesinados en la guerra no sabemos dónde están”, lamenta Charo. Su padre falleció sin saber qué había sido de él. Araceli todavía tiene la herida abierta. “El recuerdo que tiene es duro, muy duro”, subraya Charo.
Araceli vive ahora en Lautaro, en la región chilena de la Araucanía, rodeada de sus dos hijos, cinco nietos y diez bisnietos, donde la conocen como “la española”. En España, apenas quedan descendientes de los López. “López aquí no quedamos más que seis”, dice Charo con una mezcla de orgullo y melancolía. “Aquí casi no tengo familia, pero la mitad de Chile es López. No sabría decírtelos a todos: hay primos como mi padre, hijos como yo, que han tenido sus hijos, nietos, bisnietos...”, bromea.
El último encuentro entre ambas fue este verano. Charo viajó a Chile por sorpresa tras jubilarse. “Mi tía Araceli sabía que iba, pero no cuándo. Cuando me vio se me echó al cuello, me abrazó que casi me ahoga”. Compartieron solo unos días, pero esos sí que quedaron grabados. “No me soltaba la mano... y se quedó con mucha pena”, confiesa. Antes de marcharse, Araceli quiso entregarle un regalo para el recuerdo, un plato de cerámica, un monedero y su historia.
“Sé que ya no voy a verla más —dice Charo—, pero, si puedo, volveré cuando cumpla las bodas de oro con mi marido, en tres años. Pero son 107 años los que tiene ya...” A más de 10.000 kilómetros de distancia, una conserva los recuerdos y la otra las vivencias, unidas por la misma necesidad de no dejar que el silencio vuelva a enterrarlo todo. Quizá nunca vuelvan a verse, pero la memoria de Araceli —y la de los suyos, los que fueron injustamente condenados y asesinados— sigue viva en Charo, que ha hecho suya la tarea de recordar para que nadie vuelva a olvidar.
Hoy, la familia de Araceli —con Charo a la cabeza— reclama que su historia y la de los suyos tengan también un lugar en la memoria pública. Piden un homenaje en Vegacervera, el pueblo donde empezó todo, para saldar, aunque sea simbólicamente, una deuda de justicia y recuerdo. Porque la historia de Araceli no es solo la de una mujer que sobrevivió al horror, sino la de toda una familia que aún espera que se repare la memoria de quienes nunca debieron ser olvidados.





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