martes, 4 de noviembre de 2025

BANALIZAR LA BARBARIE ATENTA CONTRA LA DIGNIDAD Y ES LETAL PARA LA CONVIVENCIA

En este artículo, Antonio Monterrubio sostiene que el discurso del odio, la irracionalidad y la violencia está lejos de ser patrimonio de demagogos ultramontanos y gamberros de las redes sociales amparados en el anonimato. Prolifera, como una floración de nenúfares malignos, desde las gentes de la calle hasta los charlatanes radiotelevisivos con licencia especial para insultar. Entiende el escritor zamorano que dar carta de naturaleza a la zafiedad, el mal gusto, el lenguaje soez y la incultura arrogante en todos los foros, de la prensa al Parlamento, tiene graves consecuencias. La banalización de la barbarie atenta contra la dignidad humana y es letal para la convivencia. Significantes que estuvieron un día repletos de vida han sido vaciados y rellenados con eslóganes de garrafón.

 

Antonio Monterrubio

En 1936 se estrenó These Three, de William Wyler, basada en una obra teatral de Lillian Hellman. El relato gira alrededor de una escuela privada para señoritas dirigida por dos amigas, Martha y Karen. La primera intenta meter en vereda a una alumna maleducada, caprichosa y malévola. Esta se venga contándole a su abuela y tutora que vio a Martha besándose con el novio de Karen. La buena señora se traga el cuento, más aún cuando lo corrobora una compañera dominada por la aprendiz de arpía. Se lleva a la niña e incita a las demás familias a hacer lo mismo. Resultado: el centro tiene que cerrar, el chico es despedido y la amistad de las dos mujeres se rompe al reconocer Karen que llegó a creerse el infundio. Un happy end postizo endulza poco el mal sabor de boca. Por desgracia, en nuestro país estamos curados de espanto en cuanto a la expansión viral de las calumnias y a lo fácilmente que los propagadores logran sus objetivos. Al contrario que en la copla, esta falsa moneda que de mano en mano va encuentra un público muy receptivo que se la queda, y con gran entusiasmo. Henchidos de orgullo, inmunes e impunes, los perpetradores disfrutan del éxito de su misión.
En 1961 Wyler volvió a rodar esta historia, ahora bajo el título The children's hour, conforme al original, traducido en castellano como La calumnia. Pero más importante que el nuevo nombre y el toque de spoiler de su versión española es la fidelidad del filme a la obra de Hellman. El inventado beso que desencadena tanta catastrófica desdicha lo protagonizan las dos amigas. Consumado todo, Martha descubre que ama a Karen. Incapaz de soportar lo que esto supone, se ahorca. Cuando la mentira se hace patente, ya es tarde. Tras el funeral Karen se va con la cabeza alta, mostrando su desprecio a la crédula abuela y al pacato coro que propiciaron el desenlace fatal. Del desconocimiento de ciertas realidades da cuenta una anécdota, atribuida al productor Samuel Goldwyn. Antes de filmarse la primera versión, fue advertido de que se trataba de dos lesbianas. Su réplica habría sido: «¡Ningún problema, las convertimos en americanas!».
Así pues, debió transcurrir un cuarto de siglo hasta que el cineasta pudo trabajar tal y como quería. Cabría concluir que finalmente se impuso la razón, que la sociedad evoluciona y que el mundo progresa sin vuelta atrás. Pero si aceptamos esta reconfortante moraleja, nos engañaremos a nosotros mismos. En 1930 Joseph von Sternberg había realizado Morocco. Una Marlene Dietrich con frac y sombrero de copa culmina su canción estampándole un beso en la boca a una espectadora. Noche tras noche, de 1932, es la primera incursión en el cine de Mae West. Pese a su papel secundario, ella se adueña de la pantalla, iniciando la legendaria trayectoria que la hará acreedora, para algunos, al título de la monstruosa Mae, como recuerda Kenneth Anger en Hollywood Babilonia. En una escena, la vemos en la cama junto a la profesora de buenos modales de su exnovio, un gángster. En paños menores y visiblemente achispadas, mantienen una conversación llena de equívocos que desemboca en un efusivo abrazo desbordando los límites de la simple empatía.
Entonces ¿por qué en 1936 no pudo realizarse una película leal al núcleo del drama de Hellman? La respuesta es sencilla. Desde 1934 la industria cinematográfica había sido conminada a aplicar, con rigor y sin vacilaciones, el Código Hays. Entre sus principios generales se incluían admoniciones como «no se autorizará ningún film que pueda rebajar el nivel moral de los espectadores» o «los tipos de vida descritos en una película serán los correctos» (Balmori: Hollywood antes de la censura). Por supuesto, la determinación de qué era correcto y qué pernicioso quedaba en manos de tradicionalistas fanáticos e ignorantes y de los obsesos de una moral religiosa acartonada. Ellos cargaban con la tarea de velar por la salud del alma de los inocentes espectadores.
Tenemos ahí una palpable demostración empírica de cómo los avances sociales no son permanentes por definición. Derechos conquistados y en apariencia consolidados pueden irse al garete en un plis plas. Y pasan decenios hasta que se recuperan, lo cual, además, no está en absoluto asegurado.
Todo esto viene a cuento de la resurrección de un fantasma que creíamos evaporado: la censura. Asistimos consternados a la eliminación por el ayuntamiento de Bezana, Cantabria, de la película Lightyear por enseñar un beso entre dos chicas. Quién le iba a decir al tío Walt que un producto de su estudio sería barrido bajo la alfombra por un puñado de cerriles ultramontanos. Se desprograma el montaje de un Lope de Vega porque el consistorio de Getafe lo declara inapropiado. En Borriana, provincia de Castellón, desaparecen de la biblioteca pública unas revistas por el delito de estar escritas en una lengua distinta del castellano, si bien cooficial en esos lares. El ayuntamiento de Jaén, en cuyo gobierno ni siquiera figura la extrema derecha, fulmina Romeo y Julieta despiertan de E. L. Petschinka. A pesar de las excusas de mal pagador que esgrimen los responsables del desaguisado, se diría que la causa de este efecto es el perfil ideológico de Julieta. Y llegamos a la que, de momento, es la joya de la corona. En Valdemorillo, Comunidad de Madrid, la Tierra prometida de la libertad, se cargan una puesta en escena de la novela de Virginia Woolf Orlando en (sin)razón del cambio de sexo del protagonista.
Estos atentados a la libertad de expresión y la cultura en general no son anecdóticos. Por eso es lamentable que susciten escaso eco fuera de los profesionales del sector y algunos círculos intelectuales o políticos. Se ha desatado una ofensiva por tierra, mar, aire, prensa, radio, televisión y redes sociales contra el racionalismo, el pensamiento libre y la ética autónoma. Y no es un fenómeno pintoresco, sino harto peligroso. Porque Ignorancia, esa mala hierba generosamente abonada por los jornaleros de los señoritos del Club de los Príncipes de las Tinieblas, es madre de dos hijos a cuál más temible: Indiferencia y Miedo. Esta familia disfuncional posibilita que gran parte de la población acceda exclusivamente a informaciones ultraprocesadas, filtradas y sesgadas. Dada la falta de criterio de la audiencia, incluso los datos se manipulan y moldean a gusto de los creadores de opinión. Los hechos alternativos no solo compiten con los reales; los aplastan, los ocultan y terminan por sustituirlos o eliminarlos. El contacto del ciudadano con la realidad es cada vez más lejano. Y, por supuesto, el problema de la verdad ni se plantea.
Los medios de masas predican el advenimiento de la Evidencia Irrefutable. Son los mandarines del así-son-las-cosas y los sumos sacerdotes de la Certidumbre Inquebrantable. Y anuncian la buena nueva del reino de la Felicidad Imperecedera. Solo que en tal Isla Afortunada, dista de ser oro todo lo que reluce.
A pesar de sus encantos, la isla está desierta
y las pequeñas huellas de pasos que se ven en sus orillas
se dirigen hacia el mar sin excepción.
Como si de ahí solamente se saliera
para hundirse irremediablemente en el abismo.
(Szymborska: «Utopía», El gran número)
Las cosas van tan deprisa que ya ni siquiera vivimos en el mundo de la posverdad. Hemos llegado a la posmentira. Habitamos un Imperio de la noche y la niebla en el que solo por descuido comparece algún rayo del Sol de la verdad. El acontecimiento devora su significado, prevalece su dimensión espectacular. Se vive una suspensión voluntaria de la incredulidad, pero también del juicio intelectual y ético.
Hay coyunturas históricas en las que la irresponsabilidad no tiene excusa. Hoy el discurso del odio, la irracionalidad y la violencia está lejos de ser patrimonio de demagogos ultramontanos y gamberros de las redes sociales amparados en el anonimato. Prolifera, como una floración de nenúfares malignos, desde las gentes de la calle hasta los charlatanes radiotelevisivos con licencia especial para insultar. Son las funestas secuelas de blanquear y dar esplendor a los usos y costumbres de tribus poco respetuosas con las reglas democráticas, por decirlo suavemente. Se normalizan las expresiones, gestos y conductas del trumpismo cañí de modo que ya no escandalizan a nadie. Cuando a todas horas y en todas partes oímos utilizar un léxico y una sintaxis que harían sonrojar a la niña de El exorcista, es que vamos sin frenos hacia el precipicio. Consolarse pensando que, con el tiempo, las aguas volverán a su cauce es de una ingenuidad alarmante. El último verso del poema de Philipp Larkin MCMXIV dice «never such innocence again». En este primer cuarto del siglo XXI, con la vista puesta en los años treinta y cuarenta del anteriorel consejo se torna perentorio. La realidad no se va a evaporar porque nos neguemos a verla por demasiado dura e incómoda.
Dar carta de naturaleza a la zafiedad, el mal gusto, el lenguaje soez y la incultura arrogante en todos los foros, de la prensa al Parlamento, tiene graves consecuencias. La banalización de la barbarie atenta contra la dignidad humana y es letal para la convivencia. Significantes que estuvieron un día repletos de vida han sido vaciados y rellenados con eslóganes de garrafón. Así, si la libertad consiste en ser dueño de sí mismo, difícilmente se aplicará el término a veletas movidas por el capricho de unos vientos de los que no saben ni el nombre. En las experiencias existenciales predominan las interpretaciones, las suposiciones y los espejismos. Lo fáctico y lo ficticio generan un entramado de múltiples dimensiones por las cuales se cuela y desaparece lo real.
Dos personajes nefastos invaden con sus proclamas la rutina cotidiana: el mentiroso y el propagador de chorradas. Del primero se presume, quizás con optimismo, que no ignora la verdad pero la retuerce, disimula, oculta o elimina en función de sus intereses. El otro no tiene el más leve contacto con ella; ni la conoce ni le interesa en absoluto. El discurso del Poder adopta cada vez más la forma de un galope de Gish perpetuo. Los embustes se suceden a una velocidad tal que es imposible desmentirlos. Es el caballo de Atila del pensamiento. Por donde pasa no vuelve a crecer la hierba de la reflexión. Y con ella se marchitan el diálogo y la tolerancia. No dar respiro al cerebro es una modalidad sibilina y sumamente eficaz de censura. En ese ecosistema hostil, «¿qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?» (Lorca: Oda a Walt Whitman).
Las situaciones vitales que exigen una toma de postura ética son más numerosas de lo que nos gusta creer. Esto conlleva una cuota de responsabilidad que muchos se niegan a asumir. Cuando el vivir colectivo está contaminado por la irracionalidad y sujeto a una lluvia ácida de bilis, la sociedad corre peligro de naufragar en una profunda crisis moral. El recurso profuso y continuado a las emociones más convulsas, las bajas pasiones, las pulsiones violentas y la inquina como motores de la conducta social acarrea una caída en el fango y una marcha hacia la disolución de la conciencia. «El mundo es ético solo en la medida y porque nosotros lo vivimos» (Negri: Spinoza subversivo). El ser humano es el agente único que puede introducir en él la moral. El acto ético es constructivo, propositivo, trabaja a favor de la vida. Vehicula una alternativa a la destrucción, la esterilidad y la muerte. Es una verdad rebelada, que no revelada.
La esfera pública se ha transformado en un reality show donde argumentos, propuestas y programas no tienen la menor importancia. El criterio propio y el juicio autónomo dormitan en el depósito de los objetos perdidos ni encontrados ni buscados. Se sigue la corriente, el sujeto se abona a lo que más suena, a lo que está en candelero. La era del individualismo a ultranza es la de la necesidad compulsiva de reconocerse en grupos anónimos y amorfos, cimentados muchas veces en la aversión al otro. El miedo a la insignificancia, a quedar al margen, a no estar en el cortejo de los triunfadores, fomenta la adhesión a convicciones nefastas.
La ideología posmocapitalista abomina de la Modernidad, lo cual explica su empeño en achacarle todos los males habidos y por haber, reales o imaginarios. Pero lo que les molesta de ella se resume en tres palabras: libertad, igualdad, fraternidad. Porque cuando dejan de ser inscripciones mohosas en las fachadas de edificios oficiales y vuelven a la tierra nutricia, la mente de los hombres, son ideas cargadas de futuro. En cambio, el Tinglado prefiere el presente continuo, y para mantener ese tiempo verbal único echará mano, si es preciso, de las más siniestras sombras del pasado o las más distópicas profecías del porvenir. De ahí su interés en una cultura degradada y provinciana o, mejor aún, en sucedáneos envilecidos y risibles.
Vivimos uno de esos periodos que Gramsci denominaba interregno, cuando lo viejo ha caducado y no funciona, pero lo que podría ser nuevo no acaba de surgir o es demasiado frágil. El peligro de esos tiempos vacilantes es que la incertidumbre posibilita la aparición de mesías de pacotilla. Quienes pretenden librarse a toda costa de la ansiedad, el temor y el sufrimiento pueden verse seducidos por la idea de refugiarse bajo el paraguas del odio. No tienen inconveniente en trocar su libertad y autonomía por una falsa sensación de seguridad. Conseguir detener el flujo del pensamiento crítico y hacer de las mentes balsas tóxicas es la peor forma de censura. Todo esto favorece los intereses de aquellas élites cuyo sueño definió con gran precisión Gore Vidal: «Estado social para los ricos y libre competencia para los pobres». 
En el Museo Municipal de Saint-Germain-en-Laye cuelga una copia, reputada muy fiel, de El Prestidigitador, obra juvenil de El Bosco, hoy desaparecida. Un grupo de personas se reúne ante el tenderete de un charlatán ambulante que finge extraer un sapo de la boca de un atónito anciano. Mientras tanto, un probable cómplice del embaucador procede con disimulo a aliviar a la víctima del peso de su bolsa. El público asiste encantado al espectáculo sin reparar en lo que está sucediendo realmente. Los mundos de Yupi de la ilusión son más atractivos que el de la verdad. Y el único testigo está más interesado en la mujer a su lado que en las tribulaciones del abuelo.
Más de cinco siglos después, el cuadro podría interpretarse como una alegoría de la sociedad de nuestro tiempo. Un demagogo sin escrúpulos suelta, sin pararse a respirar, una sarta mixta de embustes y sandeces. Su retórica perversa, lejos de caer en saco roto, encuentra oídos ingenuos o malignos prestos a tragarse cualquier cosa. Una audiencia desprovista de criterio lo sigue sin albergar sospechas. El truhan espabilado aprovecha las facilidades que se le ofrecen para hacer caja. Quienes tienen capacidad de llegar al fondo y denunciar están demasiado ocupados en actividades más gratificantes, y no parecen dispuestos a salir de su zona de confort.
La democracia está asediada tanto por el ultracapitalismo como por el autoritarismo. La adhesión del nacionalpopulismo al más agresivo neoliberalismo habla a las claras de la colusión de la Reacción totalitaria y el Capital depredador. En contra de lo que algunos esperan, ambas tendencias no son incompatibles. La alianza entre los intereses de una casta ávida de acumular riqueza y la frustración de un populacho convencido de que el contrato social hace agua constituye una pinza peligrosa. Para que tal coalición se consolide y triunfe, se requiere el silenciamiento del pensamiento racional y la jibarización de la sociedad civil. Creer que el apoyo del radicalismo intransigente es gratuito sería de un primitivismo desolador si no fuera porque huele a hipocresía de alta cocina. Su objetivo es extender su ideología retrógrada y dictatorial y, si es posible, imponerla al conjunto de la sociedad. La resurrección de la censura es un síntoma temprano de la grave enfermedad social que nos amenaza: la lepra del espíritu. Y debido a la irresponsabilidad de medios y redes sociales, el discurso hegemónico hoy, el que crea opinión, no es el de la razón y la concordia.
Hace ahora un siglo, John Alexander Smith arengaba a los alumnos recién ingresados en Oxford:
Nada de lo que aprendan […] tendrá la más mínima utilidad excepto esto: si trabajan duro y con inteligencia, deberán ser capaces de detectar cuando alguien está diciendo sandeces y eso, en mi opinión, es el propósito más importante de la educación, si no el único.
Por desgracia, tiempo ha que se abandonó tan loable propósito. La propaganda del mal y del odio hace estragos en la población, incluido, y esto es muy preocupante, su sector más joven. Se extienden la desconfianza y la aversión al otro, la irracionalidad, la soberbia y la agresividad, azuzadas por retóricas paranoicas e histerias mediáticas. Quienes podrían poner diques a la descontrolada crecida del Nilo de la barbarie no acaban de encontrar la forma de lograrlo. La civilización y la propia humanidad caminan hacia el desastre mientras el sentido común, ese espectador pánfilo, se distrae contemplando las musarañas.
Oímos lamentar con frecuencia que parte de la ciudadanía ha dejado de creer en la democracia. Los mismos que han minado sus cimientos lloran ahora lágrimas de cocodrilo. Pero no es un problema de fe. La democracia solo puede subsistir si una mayoría cualificada se reconoce en ella y encomienda a las instituciones públicas la garantía de sus derechos e intereses. Y sin la conciencia moral, el ser humano pierde un elemento esencial para hacer de él algo más que un animal sin otros objetivos que la conservación y la reproducción.
Proféticamente, René Char dejó escrito en Feuillets d'Hypnos: «Pienso en ese ejército de cobardes con gusto por la dictadura a quienes volverán a ver en el poder, en este país olvidadizo, los supervivientes de nuestro tiempo de álgebra condenada». En aquellos momentos, el poeta dirigía un nutrido grupo de partisanos que arriesgaban en cada minuto sus vidas en la Resistencia frente a los nazis y sus colaboradores locales. Su justificado pesimismo antropológico no interfería en lo que sentía como su insoslayable deber moral.
No son los monólogos arrogantes y bienintencionados, convencidos de llevar razón, los que van a contribuir a enderezar la situación; más bien al contrario. Es imprescindible el intercambio, el diálogo, a cuantas más voces mejor, sin importar de dónde vengan las ideas mientras trabajen en ahuyentar los fantasmas y evitar la catástrofe. Los distintos discursos y su articulación a través de debates abiertos y democráticos pueden iluminar la complejidad del mundo que nos rodea. Pues si las Luces no se encienden, la penumbra acaba convirtiéndose en oscuridad.
DdA, XXI/6157

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