El firmante publica su artículo en el periódico La Voz, que se edita en Castelldefels, y ha tenido la amabilidad de mandármelo, una vez compartidas con Felipe la lectura y la evocación del fragmento de Platero y yo que transcribe, correspondiente a la muerte del animal. Hacía muchos años que este Lazarillo no releía lo que a los doce años, cuando leí por primera vez el libro de Juan Ramón Jiménez, fue para mi uno de los primeros encuentros conscientes o conceptuales con la emoción de la palabra hasta llegar al llanto. Guardo en la memoria el lugar en el que ocurrió lo que posiblemente supuso también mi primer encuentro con la literatura y la poesía como arte capaz de provocar sentimientos. Ocurrió en la galería de la vieja casa familiar de los abuelos, cursaba segundo de bachillerato y sobre mesa en la que leía el libro del poeta andaluz se derramaba un claror de sol que entraba por una de las ventanas. Poco después de esa experiencia, empecé a aprender de memoria los primeros versos de Juan Ramón: Y yo me iré/ y se quedarán los pájaros cantando...No dejé de leer poesía desde entonces, pero la muerte de Platero la tuve muchos años olvidada, hasta que Felipe Sérvulo la rescató en un periódico de Castelldefels con un titular de lo más pertinente: Recordar a Platero es vivir la poesía. Le estoy muy agradecido a Juan Ramón, a Felipe y a Platero:
Felipe Sérvulo
Hablar de Platero y mencionarlo hoy es casi un acto
de rebeldía. En una sociedad que ha extraviado tantas referencias, donde
paradójicamente solo parecen regir los valores de la tribu, hablar de un burro
nacido en Andalucía hace más de cien años puede sonar a extravagancia.
Pero siempre
habrá personas que guarden en su memoria emociones, paisajes, y sepan que
hablar con un animal y tenerlo como amigo es absolutamente posible, además de
aconsejable, según dicen ahora tantos psicólogos y «coaches» que nos
invaden. ¿Cómo hemos podido vivir hasta ahora sin ellos?
Una de las
paradojas es que Platero y yo ha pasado a la historia como un libro para
niños. Nada más lejos de la realidad. Juan Ramón Jiménez quiso hacer un texto
para adultos y en algunos capítulos introdujo una crítica social de la época.
Él mismo lo dijo en un prólogo:
Yo
nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede
leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se
les ocurren. Pero su sencillez expositiva y su transparencia hicieron que poco
a poco se fuera adaptando al gusto infantil.
La primera
edición vio la luz en 1914, y en 1917 se publicó la edición completa, compuesta
de 138 capítulos, que es la que ha llegado hasta nosotros. Según Wikipedia:
El
poeta tenía intención de ampliar el texto hasta los 190 capítulos e incluso
quiso hacer una segunda parte que iba a llamar Otra vida de
Platero y, curiosamente, pensó en publicarlo en cuadernos sueltos, proyectos
que nunca vieron la luz.
Resulta muy
interesante la influencia que tuvo en Platero los principios de la Institución
Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos: el amor por los animales, la vida en
el campo, los valores humanistas y universales…
A través de una sucesión de poemas en prosa, el autor nos va introduciendo en una obra colmada de metáforas, basada en sus vivencias con un borriquillo, que se convierte en un amigo inseparable, llenando la historia de tristezas, ya que al quedarse solo y no confiar en nadie, está demostrando su frustración y soledad al aferrarse al animal.
Hay que
recordar que en la época en que escribió el libro, Juan Ramón había perdido a
muchos seres queridos y se sentía maltratado por la vida, por lo que vuelca su
dolor en el relato. Para ello, decide apartarse a una zona cercana al Atlántico
y Platero se convierte en su única razón para vivir, compartiendo con él sus
emociones, describiéndolo como una de las cosas más bonitas que pasaron por su
vida, haciendo que en cada capítulo se desborde la emoción y la belleza.
Juan Ramón
habla con Platero, lo acaricia, lo lleva de paseo, le da de comer lo que más le
gusta y lo llevaba a Darbón, el veterinario, cuando se ponía enfermo.
Darbón,
el médico de Platero, es grande como el buey pío, rojo como una sandía. Pesa
once arrobas. Cuenta, según él, tres duros de edad.
Pero llega lo
inevitable para todo ser que vive. El autor, dolorido, lo explica:
[…]
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a
él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara…
El
pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada… No podía…
Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura y mandé
venir a su médico.
El
viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la
nuca y meció sobre el pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No
sé qué contestó… Que el infeliz se iba… Nada… Que un dolor… Que no sé qué raíz
mala… La tierra, entre la yerba…
Al
mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado
como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo.
Parecía su pelo rizoso, ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas,
que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza…
Por la cuadra, en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres colores.
Y con su
muerte, al poeta lo invade la soledad, pero le queda un recuerdo tan hermoso,
tan intenso, que seguirá viviendo siempre con su amigo.
Les hablo a mis
nietas de este ser de “algodón”. Apenas me escuchan, me miran raras y me dicen
que tienen que hacer los deberes del colegio. Ni a ellas, ni al director del
colegio ni al bedel les interesan estas historias de borricos y viejos
nostálgicos. ¡Qué pena!
DdA, XXI/6144

No hay comentarios:
Publicar un comentario