La firmante del artículo, cineasta y escritora palestino-británica, fundadora de Open Bethlehem y comentarista habitual sobre asuntos palestinos en Al Jazeera, estima que la presión para lograr cambios tangibles sobre el terreno, así como la búsqueda de rendición de cuentas, deben ser incesantes. Los ejecutores del genocidio en Gaza deben comparecer algún día ante la ley para devolverle el sentido a la justicia misma. Solo mediante esta persistencia la conciencia podrá seguir siendo una fuerza política y la lucha por Palestina —por la dignidad, la igualdad y la verdad— seguirá definiendo no solo el destino de un pueblo, sino también la moral de nuestro tiempo.
Leila Sansour
Dos conversaciones se desarrollan tras el último alto el fuego, que ha supuesto una frágil pausa en la masacre en Gaza: una silenciosa, pragmática y regional; la otra, ruidosa, moral y global. La primera tiene lugar a puerta cerrada, entre diplomáticos, servicios de inteligencia y veteranos políticos de Oriente Medio. La segunda llena nuestras agendas, animada por la indignación y la solidaridad: la única respuesta humana decente al horror. La primera dibuja un nuevo mapa del poder, mientras que la segunda habla de traición y desconfianza.
Si se escucha con atención, una conclusión impactante surge de las capitales regionales: la guerra en Gaza ha terminado, no solo militarmente, sino como paradigma político. A ojos de quienes gestionan el arte de gobernar, el acuerdo marca un punto de no retorno. Lo que se está desarrollando no es una tregua; es una reorganización. La catástrofe de Gaza ha desencadenado una recalibración que se extenderá mucho más allá de sus fronteras, impactando profundamente a Israel, transformando la política palestina y redefiniendo el significado de la estabilidad regional en los años venideros.
En este nuevo cálculo, Hamás —y, de hecho, todo el proyecto del islam político, junto con la mayoría de los actores no estatales— se enfrenta a la exclusión de la política formal. Las clases dominantes de la región, recientemente alineadas en torno a la búsqueda de la estabilidad, el comercio y la modernización controlada, ahora consideran estos movimientos como reliquias del pasado y agentes del caos. Un consenso creciente sostiene que todos estos actores deben ser contenidos o erradicados.
La misma lógica de control se extenderá a Cisjordania, simplemente porque el orden regional emergente prioriza la gobernabilidad por encima de todo. El plan árabe es que los Estados árabes, junto con determinadas potencias islámicas e internacionales, intervengan para someter Cisjordania a una supervisión temporal —administrativa, financiera y de seguridad—, allanando el camino para una transición controlada.
Se le ofrecerá a la Autoridad Palestina lo que podría ser su última oportunidad de reforma, un proceso supervisado por un equipo de tecnócratas independientes encargados de reestructurar las instituciones, gobernar Gaza y preparar el terreno para las elecciones. Si la Autoridad Palestina se resiste a esta reestructuración, corre el riesgo de quedar aislada e insolvente.
Muchos verán esto no como un intento de reforma, sino de cooptación; sin duda, la lógica de quienes impulsan este proceso no es el idealismo democrático. Buscan asegurar la ciudadanía palestina mediante un liderazgo capaz de contener el descontento y negociar en términos predecibles. Los palestinos no tienen monarcas ni dinastías, y en ausencia de tales estructuras, las urnas siguen siendo la única herramienta viable para mantener la legitimidad interna, incluso si nace de cálculos externos.
La Organización para la Liberación de Palestina, vaciada durante tanto tiempo, podría pronto convertirse en poco más que un paraguas simbólico, un hogar ceremonial para los partidos de la "liberación". En el orden regional emergente, corre el riesgo de ser vista como una estructura que ha superado su momento político, con su lucha reducida a declaraciones, llamamientos y la búsqueda de fondos de donantes. Quienes deseen mantener su relevancia política tendrán que reconstituirse, teniendo en cuenta el nuevo orden, como partidos civiles despojados de su ética revolucionaria.
Estos son los contornos de lo que muchos en círculos políticos consideran ahora inevitable. Es una visión que pocos describen abiertamente, pero que se acoge discretamente con creciente confianza desde Ammán hasta El Cairo, desde Riad hasta las principales capitales occidentales. Pero aquí radica la división. Mientras los expertos hablan en el lenguaje de los sistemas, la supervisión y el "orden", muchos en todo el mundo rechazan lo que consideran un cálculo cínico y una cooptación: una reorganización del poder desprovista de justicia, rendición de cuentas y una visión honesta. Los activistas y los movimientos de solidaridad ven estas maniobras no como una reorganización, sino como una traición. No pueden confiar en Israel ni en Estados Unidos, ni en las intenciones de los gobiernos regionales que parecen haberse alineado con el dinero y el poder. Y tienen razón en desconfiar.
Sin embargo, entre la ingenuidad y el cinismo, debe haber espacio para el realismo: no el realismo de la resignación, sino el de la conciencia. Lo que está sucediendo ahora no es el cumplimiento de la justicia, sino el surgimiento de una nueva estructura que definirá lo que la justicia puede, o no, lograr. Ignorarla es perder la iniciativa una vez más.
El terremoto de Gaza ha cambiado la gramática del conflicto. El poder israelí, aunque brutal, ya no es absoluto. La política regional está cambiando. Se está escribiendo un nuevo orden, y quienes deseen seguir participando en él deben aprender su vocabulario. De lo contrario, corren el riesgo de convertirse en notas a pie de página, recordados solo por su negativa a adaptarse al mundo que se reconstruía ante sus ojos.
En mi opinión, ambas realidades —la pragmática y la moral— se desarrollan ahora en paralelo, entrelazándose, chocando y avanzando a través de todas sus contradicciones. Junto a esta división se extiende un segundo eje transversal: por un lado, el implacable proyecto expansionista de Israel continúa desafiando y erosionando todo marco emergente de paz, justicia y orden. Por otro lado, se define por los cálculos transaccionales de las potencias regionales, cada una, en distintos grados, vinculada a Estados Unidos e influyéndolo.
A corto plazo, la colisión de estas corrientes inevitablemente generará turbulencias. Pero a largo plazo, dado que la atención de Washington se verá inevitablemente obligada a centrarse en China y Rusia, y que la opinión pública occidental se oponga decisivamente a la impunidad de Israel y la lógica colonial que la sustenta, es difícil imaginar que la segunda corriente, la de los pragmáticos regionales, no prevalezca finalmente, quizás antes de lo previsto.
Mientras tanto, los movimientos de solidaridad seguirán hablando en el registro de los valores: de los derechos, la memoria y la ley moral que aún insiste en la justicia en una era de oportunismo. Su voz sigue siendo indispensable: es la conciencia la que recuerda lo que la política olvida con demasiada frecuencia. El arco de la historia no se inclinará hacia la justicia por sí solo; debe ser arrastrado hacia ella por quienes rechazan la amnesia, quienes no cambian los valores por la comodidad.
Para los palestinos de la diáspora y la opinión pública internacional, impulsados por la solidaridad, el trabajo por delante es evidente. Deben resistir la comodidad apaciguadora de los gestos conciliadores que seguramente se multiplicarán: reconocimientos, resoluciones, promesas de reconstrucción. Acéptenlos con gracia, pero no los confundan con transformación.
La presión para lograr cambios tangibles sobre el terreno, así como la búsqueda de rendición de cuentas, debe ser incesante. Los artífices y ejecutores del genocidio en Gaza deben comparecer algún día ante la ley, no por venganza, sino para devolverle el sentido a la justicia misma. Solo mediante esta persistencia la conciencia podrá seguir siendo una fuerza política y la lucha por Palestina —por la dignidad, la igualdad y la verdad— seguirá definiendo no solo el destino de un pueblo, sino también la moral de nuestro tiempo.
La otra tarea, la más difícil, es la que con demasiada frecuencia se deja de lado: la construcción de un nuevo liderazgo político sobre el terreno. Ahora existe una brecha: estrecha, incierta, pero real. No es fácil cubrirla, pero es una que hay que aprovechar.
La próxima generación debe comprender que dar testimonio, protestar o comentar desde los márgenes ya no bastará. Nadie les extenderá una invitación a liderar; tendrán que reclamar ese espacio ellos mismos mediante la iniciativa, la claridad y el arduo trabajo de organización. A medida que los palestinos regresan a la zona cero política, aquellos que desean ver un nuevo tipo de liderazgo deben participar directamente en la elaboración de políticas y ayudar a formar y financiar los movimientos que pueden llevar a una nación hacia adelante.
Sólo mediante el surgimiento de nuevas fuerzas políticas y de un lenguaje capaz de hablar tanto en la calle como en los salones del poder podrán los palestinos recuperar su voz en este nuevo capítulo que se está desarrollando.
AL JAZEERA DdA, XXI/6142

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