martes, 30 de septiembre de 2025

UNA EDAD DE HIELO INTELECTUAL RECORRE EL MUNDO

 Muy aconsejable la lectura de este nuevo artículo de Antonio MonterrubioLos nuevos bárbaros, amaestrados en el odio a los valores éticos y estéticos progres o buenistas –los cuales incluyen cualquier rasgo de dignidad, decencia y humanidad– prometen no dejar títere con cabeza. Es pasmoso cómo una democracia vira sin alharacas hacia un autoritarismo que, más temprano que tarde, pone entre paréntesis, cuando no entre rejas, a los discrepantes, y en el cual los derechos humanos y civiles pasan a ser papel mojado desde el minuto uno. Ante esto, entiende el autor del artículo, publicado recientemente en El Viejo Topo, que una edad del hielo intelectual recorre el mundo. Si quienes deberían alzar su voz en defensa de la decencia se ponen de perfil, dejan el campo libre al imperio de la falsedad y la opresión, tal como está ocurriendo. Si las opiniones de los telepredicadores y los gurús de las redes pesan más que las razones y los datos, la lógica tiene perdida la partida. El nivel del debate público baja a simas abisales de insignificancia. Sacarlo de ahí requeriría un esfuerzo conjugado de inteligencia y voluntad que, hoy, no parece al alcance de la mano.



Antonio Monterrubio

Como era de esperar, la era Trump 2.0 ha comenzado en medio de la confusión, el sinsentido y el delirio, llena de ruido y de furia. Las retóricas flamígeras y paranoicas que enmascaran políticas mezquinas y fraudulentas exigen doblar la apuesta una y otra vez. Mientras el reality show permanente del caballero naranja electriza a audiencias boquiabiertas, su compinche, tan amante de los focos y las bravuconadas como él, se aplica a la tarea de dinamitar el Estado desde dentro. La oligarquía, que ya era el Poder, ahora también está en el poder. El sueño de los señores (tecno)feudales y los capitanes (piratas) de las necrofinanzas está camino de cumplirse. Quieren un Estado que se ocupe de la seguridad interior, o sea, que garantice a las élites que seguirán siéndolo sin discusión. La única otra función que le reservan es la agresividad exterior, esa defensa que es más bien un ataque. Pues la guerra o su amenaza constante –si vis pacem, para bellum– es una fuente de pingües beneficios para el complejo militar-industrial y su pujante sector tecnológico.
En todo el planeta crece exponencialmente la sucesión de realidades que, no hace tanto, se habrían calificado de distopías. El colapso político, la nigromancia social, el desbarajuste ecológico y climático o las matanzas masivas están a la orden del día. Un significativo ejemplo de lo desquiciado que anda el mundo es, en su vulgar banalidad, el escándalo de la criptomoneda $Libra. Esta aberración política, económica y moral se presenta como otra muestra del histrionismo de un individuo devorado por su propio personaje. El profundo sentido simbólico del hecho queda lejos de las consideraciones de los comentaristas oficiales. La manera en que los intereses privados se están apoderando de lo público se pasa bajo caritativo silencio. El dinero, real o virtual, lo parasita todo; sus seudópodos llegan a cualquier ámbito de decisión, a los engranajes finos del Estado o al corazón mismo de la sociedad civil.
Ante la pasividad de las muertas fuerzas vivas, los medios demediados y las voces autorizadas –que por algo lo son–, el autoritarismo crece día a día, país por país. Hablar de democracias iliberales es un caritativo eufemismo para denominar sistemas que están mutando rápidamente en regímenes antidemocráticos. Se multiplican los gobiernos dirigidos, tutelados o sostenidos por elementos de indisimulada vocación autocrática, aupados por las oligarquías nacionales e internacionales con la aquiescencia entusiasta de buena parte de la ciudadanía. Atenerse al vano consuelo, quizás ilusorio, de que los malvados no son mayoría absoluta es emprender un corto peregrinaje por el camino de la perdición. Pues en coalición con los tontos y los perezosos, sí pueden serlo. Eso ya ha pasado. No estamos ante una recomposición del tablero político, sino ante su descomposición. De hecho, el proyecto es su voladura (in)controlada. La férrea alianza del rancio y reaccionario conservadurismo social con el feroz y caníbal neoliberalismo económico avanza imperturbable hacia el dominio planetario.
En el Tratado teológico-político, Spinoza se asombra de que «los hombres luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación». Y es que la pulsión de renunciar a la propia soberanía es una realidad a tener en cuenta si no queremos vivir en la inopia de la ensoñación y el espejismo. El pueblo llano «es suspicaz con el que lo ama e ingenuo con el que lo engaña […] se dejan atraer a la servidumbre por la menor pluma que se les pase, como quien dice, por delante de la boca» (Étienne de la Boétie: Discurso de la servidumbre voluntaria).
En la cabeza rectora del Imperio, los que mandan realmente ya no sienten escrúpulos por salir en primer plano. Magnates y plutócratas son cada vez más visibles en las estancias institucionales. El hiperactivo Creso de Silicon Valley, adalid de la extrema derecha global, es una constante en todo tipo de foros. Más discretos, otros prominentes representantes del poder económico no pierden ocasión de exhibir su sintonía con el emperador y su traje nuevo. Eso incluye tanto su presencia en eventos de relumbrón como su seguidismo de las fobias del personaje. Las empresas que mantienen un restrictivo oligopolio tecnológico laminan una tras otra sus políticas de verificación, igualdad, integración y demás veleidades buenistas. Los súbditos acatan sin rechistar el retorno de los valores más arcaicos y las actitudes más vergonzosas, o la aniquilación en tiempo récord de derechos y consensos que costó décadas consolidar.
El Poder posmoderno se presenta ostensible y ostentoso, esto es, palmario, visible a la par que rico, suntuoso. Vuelve a manifestarse como espectáculo, al modo de los fastos del absolutismo. En la celebración que se ofrece a sí mismo, todo está rigurosamente predeterminado: tiene su código, su ritual y su protocolo. En el Antiguo régimen, «la etiqueta cortesana y las ceremonias palatinas, los séquitos y cortejos jerarquizados, las comitivas y los acompañantes del rey […] los desfiles de autoridades locales, gremios y cofradías […] estaban sometidos a la más rígida codificación» (Lobato, García García (coords.): La fiesta cortesana en la época de los Austrias). ¿Acaso no están medidas, en tiempo y gestos, las apariciones de Trump firmando en público toneladas de órdenes ejecutivas? ¿No está programada al detalle su epifanía en plena Orange Bowl, el acontecimiento televisivo del año en los Estados Unidos?
La intolerancia agresiva, el gesto macarra y el lenguaje soez, el mostrarse chulescos, marrulleros y desafiantes garantizan la fidelidad inquebrantable de un público de resentidos y odiadores. Su cliente ideal es una mezcla aleatoria de policía malo y sacerdote impío, deseoso de multiplicar tabúes y prohibiciones para los otros, mientras dice y hace cuanto le place sin que se censuren sus extralimitaciones. Son esos que llaman libertad a la ausencia de toda regla, externa o interna. Pero cuando uno jamás se ha asomado a su interior y lleva la ignorancia por bandera, nada sabe de tan sagrada palabra. Pues «la primera forma de libertad […] es la soberanía. Una persona soberana se conoce a sí misma y sabe lo suficiente del mundo como para emitir juicios de valor y hacer realidad esos juicios» (Snyder: Sobre la libertad). Hoy, sin embargo, vuelve a estar de actualidad un eslogan elaborado por Carl Smitt, el que fuera jurista de cabecera del nazismo. Afirmaba que la soberanía, lejos de residir en la nación o en el pueblo, es patrimonio de quien tiene la potestad de decretar el estado de excepción. Y quienes viven en la tosquedad intelectual, la miseria moral y la cerrazón ideológica solo están capacitados para aporrear los tambores orcos que celebran el triunfo de la abyección. Mientras tanto, el ojo –que nunca duerme– de Sauron mira simultáneamente a Washington D. C., Wall Street y Silicon Valley, y de reojo a sus sucursales provincianas. Los trajes nuevos del emperador no son tan nuevos; de hecho, sigue estando desnudo. Los caminos del Poder no son inescrutables.
La plutocracia mundial ha desatado una guerra sin cuartel contra las políticas públicas de bienestar, con el objetivo declarado de demoler hasta los cimientos todo conato de Estado social. Cuando la evidente degradación del planeta y el caos climático son ninguneados en nombre del beneficio inmediato –«drill, baby, drill»–, estamos al borde del abismo y con un pie levantado. Citando a Jon Snow en Juego de Tronos, «solo hay una guerra que importe: la gran guerra. Y ya está aquí». Los adoradores de Mammón no creen en el futuro. Lo quieren todo y lo quieren ya. Lo que no reparta dividendos no cuenta. Su sueño es transformar la Tierra entera en capital contante y sonante. Los más dados al delirio llegan a fantasear con hacer lo mismo en algún planeta cercano y rojo. Para su cruzada contra todo y contra todos, los ultramillonarios han alistado, merced a la colaboración de un ejército de flautistas de Hamelín bien pagados, mesnadas innumerables. Los nuevos bárbaros, amaestrados en el odio a los valores éticos y estéticos progres o buenistas –los cuales incluyen cualquier rasgo de dignidad, decencia y humanidad– prometen no dejar títere con cabeza. Es pasmoso cómo una democracia, en apariencia sólida y asentada, vira sin alharacas hacia un autoritarismo que, más temprano que tarde, pone entre paréntesis, cuando no entre rejas, a los discrepantes, y en el cual los derechos humanos y civiles pasan a ser papel mojado desde el minuto uno.
Los ultraliberales echados al monte son los abanderados y adalides de la libertad negativa: la que, bajo la consigna de la abolición de los límites al yo, postula el menosprecio al no-yo, es decir, al resto del mundo. A fin de grabar esta convicción en las masas, nada mejor que un esquema binario: nosotros/ellos. Tal dicotomía llevada al extremo aboca a la máxima «Cada uno para sí y Dios contra todos». Pero la libertad no existe si es contra. Solo tiene sentido en la cooperación, en el deseo de construir juntos y ampliar las fronteras del presente y el futuro. Los pseudolibertarios liberticidas quieren, a través de la hegemonía ideológica del hiperindividualismo devastador, reducir el Estado a puro músculo, privarlo de corazón y cerebro. Y, de paso, desintegrar la sociedad civil hasta transmutarla en algo similar a ese estado de agregación de la materia comúnmente conocida como gas.
El credo del libertarismo es sencillo: «Defiende un binarismo ciego: “libre mercado bueno, Estado malo”» (Snyder: op. cit.). Tan simplona divisa funciona a pedir de boca en el Imperio del mínimo esfuerzo mental. Cumple el sueño de muchos: ir de listillos sin despegarse del sofá, gracias a los foros más cretinos de Internet y los programas radiotelevisivos más delirantes. Esa escuálida tecnoreligión está sobrada de apóstoles y cuenta con ingentes muchedumbres de fieles. Y, a pesar de lo que se dice, no predica un mundo en blanco y negro, sino gris. Lo quiere uniforme, homogéneo, idéntico a sí mismo, sin el menor reducto para la disidencia. Cuando los grandes bocazas de la Internacional del odio proclaman la guerra cultural, no es un chiste. Se proponen erradicar el pensamiento autónomo, las ideas de izquierdas y a los propios zurdos, a la mayor brevedad posible. No se trata de hipérboles: es veneno en estado puro. Se pretende aniquilar toda veleidad de igualdad en las instituciones, por abstracta que sea, para ascender a realidad política la desigualdad presente en la sociedad y la vida cotidiana. La solidaridad es cuestionada y puesta en la picota, ya que es el fermento de la justicia. El plan es convertir la conciencia moral en un páramo yermo, una tierra agostada que ya no conserve ni el recuerdo de su fertilidad de otro tiempo. Sedados por el consumo y el espectáculo, corremos el riesgo de minusvalorar el peligro y cometer un error imperdonable como el de quienes, en su día, tomaron el Mein Kampf de Hitler por una broma de mal gusto.
El turbocapitalismo patrocinado por los oligarcas tecnológicos y sus mariachis políticos seduce con su mundo de lucecitas, colorines y ruiditos. Algunos no ignoran que, en cuanto uno se quita las gafas 3D, el espejismo se desvanece y la existencia aparece cada vez más triste y sombría. Frente a tan desagradable eventualidad, disponen de una táctica infalible: no renunciar a ellas salvo para dormir. Pero la mentira virtual coloniza y envenena incluso sus sueños. Aun así, si Morfeo pasara por aquí, comprobaría estupefacto que casi todos prefieren ingerir la pastilla azul antes que la roja. Los aparatos ideológicos persuaden al individuo de que ese es el camino de la verdadera vida, prometiéndole la satisfacción ilusoria de sus deseos, los más recónditos e ignorados, los que ningún terrícola tuvo nunca. En la realidad real, se van embotando uno por uno, hasta que solo queda vivo el de poseer. Ahora bien, bibelots, maquinitas, consumo y espectáculo no van a hacer feliz a nadie. La mercancía es, en última instancia, mercancía y nada más. Para Marx, es «el lugar de una curiosa perturbación en las relaciones entre espíritu y sensibilidad, forma y contenido, universal y particular: es objeto y no-objeto a la vez, algo “perceptible e imperceptible a los sentidos”, según comenta en El Capital, una falsa concreción, pero también una falsa abstracción de las relaciones sociales» (Eagleton: La estética como ideología).
La reivindicación del ser humano como sujeto y no como súbdito es esencial a la hora de resistir la acción de la nueva maquinaria de demolición global que amenaza al planeta y sus moradores. El objetivo de la guerra total contra la izquierda y sus –los– valores morales es evidente: impedir que germinen en la ciudadanía, a pesar de su coma inducido, las reclamaciones de dignidad y autonomía, y se aviven los rescoldos de la desobediencia y la rebelión.
Una edad del hielo intelectual recorre el mundo. La facultad de impugnar la realidad, reflexionar y elaborar conclusiones no prefabricadas va quedando reducida, parafraseando a T. S. Eliot, a algunas lilas que crecen sobre la tierra muerta. Quieren acabar no ya con la osadía de hacer preguntas, sino con la capacidad de hacerlas. Al Tinglado le sobra la corteza prefrontal del ciudadano, y puede que hasta el neocórtex entero. Cabe objetar entonces: «en esta basura pétrea ¿qué raíces prenderán? ¿Qué ramas crecerán?» (Eliot: La tierra baldía). La extinción de la especie del intelectual crítico a consecuencia del impacto del meteorito posmocapitalista es una tragedia. Si quienes deberían alzar su voz en defensa de la decencia se ponen de perfil, dejan el campo libre al imperio de la falsedad y la opresión. Sin embargo, «el espíritu crítico no debe abandonar sin combatir el espacio público a los fantoches y los charlatanes» (Thea Dorn en Die Zeit). Pero es lo que está pasando. Si las opiniones de los telepredicadores y los gurús de las redes pesan más que las razones y los datos, la lógica tiene perdida la partida. El nivel del debate público baja a simas abisales de insignificancia. Sacarlo de ahí requeriría un esfuerzo conjugado de inteligencia y voluntad que, hoy, no parece al alcance de la mano. Se dice que sin esperanza no queda vida, sino supervivencia. Es un arma cargada de futuro en estos tiempos confusos y funestos.
En la Introducción a La filosofía del Derecho, Hegel estampó una frase que la posteridad ha comentado largamente: «La lechuza de Minerva solo alza su vuelo en el crepúsculo». Entre varias interpretaciones plausibles, anotemos la que sugiere que no se llega a conocer el significado profundo, el sentido histórico de una época, hasta que ya ha periclitado o está a punto de hacerlo. Aun así, nos vendría bien, en esta era a la par nueva y vieja –pero, en todo caso, muy peligrosa–, una ontología, por provisional que sea, del presente, a fin de operar en él antes de que nos pase por encima. Y sería de gran alivio que la lechuza de la diosa de la sabiduría volara de vez en cuando hacia la aurora, para avizorar indicios, condiciones de posibilidad de un futuro apetecible y digno de ser vivido.
DdA, XXI/6119

2 comentarios:

JOSÉ IGNACIO dijo...

^Hace ya diecisiete años que el pensador franco-búlgaro Tzvetan Todorov publicó su clarividente ensayo "La peur des barbares" (pueblicado en el mismo año en castellano, "El miedo a los bárbaros", por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores con traducción de Noemí Sobregués)... "El miedo a los bárbaros [tras la caída de los regímenes comunistas y la expansión de un librtalismo rampante] es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros. El miedo se convierte en peligro para quienes lo sienten, y por ello no hay que permitir que desempeñe el papel de pasión dominante. Todavía estamos a tiempo de cambiar de orientación", advertía entonces... En los tiempos de Trump, Netanhayu, Orban, Meloni y su ufana (y tétrica) compaña, ¿todavía lo estamos?.

Félix Población dijo...

¿Quién hubiera pensado que estaban tan cerca de nosotros y que acaso nos hemos vuelto a dar cuenta otra vez tarde?

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