Tiene razón y corazón la cantante Rozalén al destacar como la más impresionante escena del film Amanece que no es poco, uno de los más sobresalientes del cine español, aquella en la que el actor Alberto Bové, en la figura de un viejo labrador, se dirige agradecido a la calabaza sembrada en su modesto huerto. Aunque Bové haya participado en muchas películas desde 1952 como actor secundario, es muy probable que entre sus mayores satisfacciones esté el trabajo que hizo en esta peli, ambientada en un pueblo de la Sierra de Albacete, a cuyo director siempre habrá que recordar como uno de los más sobresalientes del cine español. Alguien escribió lo que sigue sobre la secuencia en cuestión, tan chusca como honda, lamento no recordar la identidad del autor:
El Viejo Labrador está liando un
cigarrillo sentado frente a una calabaza plantada en su huerto. A su lado pasa
con mucha prisa Nacho (Guillermo Montesinos), un muchacho que camina hacia el
monte. El hombre le pregunta: «¿Qué, a lo tuyo?». El chico contesta sin detenerse:
«Vamos a ello». «Pues que haya suerte», le desea el labrador. El caminante
responde con un gruñido que delata sus escasas esperanzas. El Viejo Labrador se
queda sólo frente a la calabaza y, mirándola con sentimiento, desgrana su
monólogo cotidiano: «Calabaza, se acaba un nuevo día y, como todas las tardes,
quiero despedirme de ti. Quiero despedirme y darte las gracias una vez más por
seguir con nosotros. Tú, que podías estar en la mesa de los ricos y de los
poderosos, has elegido el humilde bancal de un pobre viejo para dar ejemplo al
mundo. Yo no puedo olvidar que en los momentos más difíciles de mi vida, cuando
mi hermana se quedó preñada del negro o cuando me caparon el hurón a mala
leche, sólo tú prestabas oídos a mis quejas e iluminabas mi camino. Calabaza,
yo te llevo en el corazón…». Esta es otra de las secuencias más
definitorias de la película y también una de las más conseguidas, tanto por su
sencillez como por la veracidad que imprime el actor Alberto Bové a su
insólito parlamento. En su primera parte la escena presenta a un singular
personaje episódico que se dirige a cumplir un deber no concretado, que aborda
cada anochecer sin demasiada convicción. Va lo suyo, pero duda mucho que la
suerte le acompañe. En la segunda, el Viejo Labrador habla con su
calabaza (que en el guión era una coliflor). A nadie se le oculta que el motivo
de inspiración de esta situación está en los monólogos de algunos personajes de
John Ford con sus parientes ya fallecidos ante la tumba, como la celebérrima de
Henry Fonda en Pasión de los fuertes tras la muerte de su hermano a manos de
los Clanton. Los héroes de Ford hablan con ellos como si estuvieran vivos, les
cuentan cómo van las cosas, les hablan de sus proyectos. Lo mismo hace el Viejo
Labrador con su calabaza a la que agradece su fidelidad y, utilizando palabras
de la tradición cristiana que refieren la generosidad de Jesús al nacer en un
mísero establo prefiriéndolo a la opulencia de los ricos, su abnegación al
permanecer al lado de un pobre viejo desdentado, sin un céntimo y con un
sobrino negro. A su parentesco con Álvarez y Ngé hace alusión también el
monólogo. Para él, el paso del padre de Ngé por el pueblo trajo funestas
consecuencias y por ello recuerda el momento en que su hermana quedó preñada
como algo tan doloroso por lo menos como la violencia que sufrió su hurón en
sus partes íntimas. La calabaza ha sido su confidente y su pervivencia le
consuela. Cuerda consigue aquí combinar emoción y humor con mano maestra. El
Viejo Labrador, como otros personajes de la película, mezcla en su lenguaje
términos hoy poco frecuentados (el verbo «preñar», por ejemplo), con otros de
contenido poético («iluminabas mi camino») o groseros («mala leche»). Y, a
pesar de ser un hombre muy primario, como le dijo al chico de Eaton, construye
frases muy elaboradas («Tú, que podías estar en la mesa de los ricos…»). No
sería excesivo decir que esta secuencia tan chusca trata sobre la soledad en la
vejez.
DdA, XXI/6106
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