lunes, 18 de agosto de 2025

Y ME ATERRA SABERLES EN PIE Y BASTÓN ANTE SU TIERRA DEVASTADA


Leticia Gondi

Apenas han transcurrido cinco minutos desde que sonara la campana del colegio y la cafetería, donde hasta ahora únicamente quien suscribe ocupaba una mesa, la esquinada del fondo para ser más precisa, comienza a llenarse de madres en un flujo continuo pero ordenado que permite no obstante a la camarera resolver sin apuro.
Vienen en grupos de tres, cuatro, cinco. El más nutrido, integrado por unas ocho mujeres que como yo, rondan los cuarenta —no en vano son las madres de las y los compañeros de mi hijo con quienes, llegadas a este punto supongo, debería de haber socializado más—, suele aparecer unos minutos más tarde.

Sin levantar la mirada del libro que estos días me ocupa, las escucho murmurar como si de pronto compartiesen algo especialmente delicado y confidencial. Ríen a carcajada limpia. Comentan indignadas los pormenores de sus vidas, sus pequeñas tramas familiares, mientras el resto muestra ostensible su asenso. Me asombra lo bien avenidas que se las ve y concluyo que esta situación, repetida desde hace ya nueve cursos cada mañana puntual, desmonta el mito de lo malas malísimas que son las mujeres para con otras mujeres.
Continúan entrando madres. De cuando en vez aparece un padre solitario que ocupa, periódico en mano, un taburete en la barra. Ahora, al sonido de sus risas, sus voces y lamentos, se suman los propios de las cafeterías; el molesto arrastre de sillas y mesas; el molino de café; el tintineo de las porcelanas y las cucharillas; el cierre abrupto de la cámara de las bebidas…, haciendo que las primeras eleven aún más el tono de sus charlas tratando de hacerse oír.
No está encendida la televisión, tampoco la radio, de tal suerte si me lo propusiera —incluso sin hacerlo—, podría descifrar sus intrigas, sus preocupaciones, las alianzas dentro del grupo, la personalidad social de cada una de ellas. Levanto la vista y contemplo tras el cristal el cielo entre plomizo y cetrino de un amanecer anómalo, tardío. Y pienso en las llamas levantándose por encima de las copas de los pinos. Y en las miles de hectáreas dedicadas al papel. Y el papel, valga la redundancia, que el eucalipto y otras especies alóctonas han desempeñado en esta maldita crisis cíclica y climática.
Pienso en cuestión de segundos y ya me he salido por completo del café y del libro, en los caballos lastrados tratando de zafarse de su cepo de madera, tratando en vano de huir arrastrando lastimeros sus patas incapacitadas. Y en las crines de los pocos que han sobrevivido, chamuscadas. Cierro los ojos para ver a las crías de las múltiples especies que habitan los bosques, nacidas la pasada primavera, calcinándose aquellas ante el espanto de unas madres primerizas que nada pueden hacer. Asfixiadas, en el mejor de los casos —macabro consuelo— dulcemente. Pienso en Muniellos y en sus robles centenarios. Y en Redes. Y en el urogallo. Y en el oso. Y en el lobo. Insignias vilipendiadas que solo rentan como iconos para pines y chapas del supuesto Pᴀʀᴀísᴏ Nᴀᴛᴜʀᴀʟ que ya no cuela.
Pienso sobre todo en los ancianos y en sus lágrimas cayendo entre los surcos de sus pieles agrietadas. ¡Y en las mil y un batallas que no habrán librado en pos de un futuro mejor para sus vástagos! Y me parte el alma saberles en pie y bastón ante esa su tierra devastada. Proyectada su vista hacía un bosque negro que ya no volverán a ver crecer. Ante un horizonte de lomas lampiñas donde solo queda muerte y devastación. Y en las lluvias que arrastrarán inevitablemente la muerte del suelo al río. La muerte del río al mar. Les escucho echando cuentas en una lengua que no encuentra relevo, sabedores de que no vivirán para ver de verde el monte una vez más.
Pienso en el nulo respeto que se le tiene a la 𝐌𝐀𝐃𝐑𝐄 𝐍𝐀𝐓𝐔𝐑𝐀𝐋𝐄𝐙𝐀, sin la cual la vida simplemente no existiría, pese a que desde nuestras cómodas ciudades y a este cielo que nos advierte como una sentencia, el monte se nos antoje demasiado lejano. Ajeno. Prescindible.
Y entonces me pregunto: ¿Cómo es posible que estas madres actúen como si nada estuviese ocurriendo?, ¿acaso no han visto a las gaviotas volar en círculos sin saber qué rumbo tomar?, ¿no se estremecen con el silencio de los gorriones que a estas horas permanecen en sus dormideros?, ¿no huelen el bosque quemado ni ven desde las nubes llover cenizas?, ¿se les ha escapado ese horizonte desdibujándose más propio de un paisaje lunar?
Me gusta sentarme en esta esquina, hacerme invisible hasta desaparecer, llorar sin que nadie sepa que estoy llorando.

DdA, XXI/6076

No hay comentarios:

Publicar un comentario