viernes, 1 de agosto de 2025

LOS DEDOS DE ESCRIBIR Y TOCAR



En la década de 1960, la mecanografía era una habilidad esencial en oficinas y entornos administrativos. El dominio del teclado de las máquinas de escribir requería una formación rigurosa, enfocada en la concentración y la precisión. Los mecanógrafos debían memorizar la disposición de las teclas y desarrollar una coordinación manual que les permitiera escribir sin mirar el teclado, minimizando errores y aumentando la eficiencia. La concentración era vital para mantener un ritmo constante y evitar equivocaciones, ya que las correcciones eran laboriosas en las máquinas de escribir mecánicas. Además, la precisión garantizaba la calidad de los documentos, aspecto crucial en comunicaciones comerciales y legales. Por lo tanto, la mecanografía en los años 60 no solo implicaba rapidez, sino también una atención meticulosa al detalle, reflejando la profesionalidad y competencia del mecanógrafo en su entorno laboral.


Félix Población

No sabría decir exactamente su edad cuando en su casa decidieron que lo mejor que podía hacer aquel verano, después de fracasar por segunda vez en la reválida de bachillerato elemental por culpa del Latín, era estudiar mecanografía y tratar de encontrarle una colocación en algún sitio, dejando acabados ahí sus estudios de secundaria. 

La academia estaba en los bajos del edificio que el arquitecto Manuel del Busto diseñó algunos decenios antes en la Calle de los Arcos. Lo más probable es que el chico tuviera de aquella quince años o dieciséis años y que nunca hasta entonces hubiese tocado a fondo unas jóvenes manos femeninas. Ya sé que esto les sonará a ficción o a chiste a los adolescentes de hogaño, desconocedores de la rígida y represora educación nacionalcatólica que sufrieron quienes les preceden en más de una docena de lustros. 

Pero así fue, separados en colegios distintos, masculino y femenino, y adoctrinados por curas misóginos que reprobaban los conceptuados como pecados de la carne con severas soflamas admonitorias, ni siquiera tenía la mayoría los adolescentes la posibilidad de alternar en los juegos con las chicas, por lo que, además del machismo propio de la época que los inducía a tratar exclusivamente con su género, la relación regular o familiar  con las muchachas era bastante infrecuente, salvo en algún que otro guateque a los que él no solía asistir. Únase a ello la timidez habitual a esa edad, que aquella educación rígida y pacata hacía en no pocos casos extrema. 

Mario no se consideraba especialmente tímido. Lo primero que pensó cuando sus padres lo mandaron a clases de mecanografía, fue que la mecanografía era entonces cosa de chicas y que, mayormente, las clases las impartiría también una mujer. Este pensamiento hizo de la desagradable y tediosa obligación de darle al teclado las cálidas tardes de verano algo más soportable que no dejaba de tener su incentivo, dependiendo en buena medida del ambiente y compañía en los que discurriesen las clases.

La profesora no le desagradó. Era una joven de no más de veintipocos años, no demasiado atractiva, pero sí con dos peculiaridades que la realzaban físicamente: lo prieto y generoso de su pecho y la belleza notable de sus manos, cuyos dedos largos, de uñas nacaradas, merecían mejor música que la mecánica y metálica de las teclas de una máquina de escribir. Si a esto se añade la tersura, calidez y suavidad de su tacto, es fácil suponer la mezcla de satisfacción y turbación que le provocaba al nuevo alumno contactar desde la primera tarde con esas manos, tal como requería el aprendizaje. 

Se daba también la circunstancia de que él era el único alumno varón, entre las cuatro o cinco chicas que estudiaban mecanografía a la hora de la siesta canicular y que complementaban esas lecciones con las de taquigrafía, según era obligado para aspirar a los trabajos de secretariado, mayoritariamente femeninos.  Alojados todos en la trastienda de la librería en la que se impartían las clases, con el sopor del sol pegando en las cristaleras del escaparate, no fue mucha la capacidad y agilidad de tecleo que alcanzó el alumno adolescente durante las semanas que asistió a la academia. 

Fue consciente a los pocos días de que iba a ser un mal alumno. En primer lugar, porque le importaba un bledo serlo mejor. También, porque la torpeza comportaba que la profe corrigiera más a menudo la posición de sus dedos sobre el teclado, la postura de su espalda y cuello, o la de sus hombros. Llegó incluso a pensar, de tanto hacerse corregir, que la joven lo pudiese considerar excesivamente lerdo como para ser cierta tanta ineptitud. Pero prefería mantener su apariencia de zote antes que perder aquel contacto físico, deparador de deliciosas sensaciones internas, cada vez que la profesora le dictaba una de aquellas tediosas cartas comerciales con la lentitud que su torpe mecanografía demandaba y las correcciones sobre sus manos y espalda correspondientes, notando casi detrás de sí el leve roce de los pechos de la profe sobre sus hombros.

No fue, sin embargo, aquella torpeza perseguida la que dejaría al adolescente condenado para siempre a escribir a máquina con dos o tres dedos, sino una incidencia imprevista ocurrida cuando, cansada o mosqueada con la ineptitud de su alumno al cabo de mas de un mes de lecciones, la profesora se vio obligada a que el chico observara de cerca a la mejor de sus compañeras. Para ello le instó a levantarse, después de haberlo sometido a la enésima sesión de tocamientos correctivos en manos, cuello y espalda. El alumno trató de resistirse para no dejar en evidencia, como sucedió cuando se puso en pie, que a la falsa torpeza de sus manos le correspondía una muy diligente e indisimulable reacción de su sexo.

Fue tanto el azoramiento y la confusión del muchacho, ante las risitas contenidas de algunas de las chicas y el disimulo forzado de la profe, que aquella fue la última clase. No volvió a asistir a la academia, pero sí lamentó su retorno a la soledad de sus manos, después de haber comprobado que las de una mujer podían tocarle tan a fondo, aunque el objetivo fuera tan baladí como lograr el mayor número de pulsaciones sobre unas teclas mecánicas.

DdA, XXI/6059

No hay comentarios:

Publicar un comentario