THOMAS G. HAYWORTH
Londres, 3 de noviembre de 1892
A quien algún día descubra estas líneas, quizás entre el polvo de un desván o en los restos apagados de alguna vieja chimenea: Mi nombre es Thomas G. Hayworth. Hoy soy un anciano de respiración entrecortada y manos como troncos secos, pero una vez fui un niño diminuto que cabía en espacios donde otros apenas podrían agacharse. Fui deshollinador y también arrastrador de carbón en las minas de Yorkshire. No escribo esto por orgullo, sino con la esperanza de que, al ser leído, los recuerdos de tantos niños silenciados encuentren por fin descanso.
Ingresé a las chimeneas cuando tenía apenas seis años. Algunas eran tan angostas como un ataúd de pie. No teníamos luz, ni guantes, ni derecho a opinar. Usábamos nuestras uñas para raspar el hollín, mientras el ladrillo hería nuestra piel. Algunos capataces encendían el fuego aun con niños dentro, solo para que se apuraran. El humo nos quemaba los pulmones. Algunos se desmayaban. Algunos nunca volvían.
A los siete años me llevaron a una mina. Me ataban a un cinturón para tirar carretas de carbón que pesaban cientos de kilos. Avanzaba a gatas, con la piel en carne viva. Detrás de mí, a veces un niño más pequeño empujaba. El agua ácida goteaba del techo, empapando la ropa y quemando la piel. Trabajábamos desde antes del amanecer, muchas veces a oscuras. Yo cantaba bajito para espantar el miedo.
Recuerdo a compañeras como Patience Kershaw, que empujaba tanto con la frente que se le cayó el cabello. O a Sarah Gooder, que pasaba horas sola abriendo y cerrando puertas sin más compañía que su propia respiración. “Cuando hay luz canto”, dijo una vez. “Pero en la oscuridad, no me gusta”. A veces le respondía desde un túnel lejano con otra canción. Muchos morían antes de los 25: por enfermedades, accidentes o agotamiento. Algunos eran mutilados por máquinas. En una fábrica, decenas fueron heridos en pocos años. Yo vi a un niño de nueve quedarse atrapado en una rueda.
Los poderosos encendían sus chimeneas y vestían con trajes impecables, mientras nuestras manos servían como leña y nuestras vidas como combustible. Denunciaban la esclavitud ajena, pero ignoraban que en sus propias ciudades sus niños estaban encadenados, trabajando por migajas. Dormíamos entre ratas, y si alguien robaba comida, como yo lo hice una vez, era castigado con golpes y marcas.
Quien huía era atrapado, encadenado y devuelto. Éramos “aprendices pobres”, entregados por orfanatos o casas de caridad para que no representáramos una carga. Robert Blincoe, el Oliver Twist real, también fue uno de nosotros. Le encendían fuego para obligarlo a subir. Yo lo vi. Tenía una mirada vacía, resignada.
Mi madre murió de hambre. Mi padre nunca volvió de la guerra. Cuando no había nada que comer, hervíamos bellotas. Recuerdo cuando llevé mi primer salario del pozo a casa; mi madre adoptiva lo tomó con temblor: “Podemos comprar pan”, dijo. “Pan de verdad.”
Hoy, ya viejo, me siento frente a una chimenea silenciosa. La observo como se mira a un enemigo antiguo. Las chimeneas aún se alzan en Londres, París o Boston… ya no escupen humo, pero guardan el eco de quienes como yo vivieron atrapados en su interior.
Si alguna vez entras a una casa antigua, toca la chimenea. Puede que aún sientas el latido de algún niño que trepó en la oscuridad solo para dar calor a un hogar donde jamás se le permitió quedarse.
Con hollín en mis huesos y amor intacto por los que no llegaron, Thomas G. Hayworth. Último niño de carbón y deshollinador.
DdA, XXI/6080
No hay comentarios:
Publicar un comentario