lunes, 10 de marzo de 2025

EL FEMINISMO, ÚNICA HERRAMIENTA PARA PLANTAR CARA A ESTE MUNDO


Por lo que dice la autora y se subraya en el titular, y tal como ocurriera con otros movimientos sociales emancipatorias a lo largo de la historia, dividir al feminismo va a ser crucial para que no sea la única herramienta para plantar cara a este mundo. Ya están en ello, con perceptibles y cada vez más lamentables resultados en las manifestaciones en la calle del 8 M. (La mujer que aparece en la fotografía es la abogada salmantina María Telo, sobre la que hace tiempo publicamos un artículo en este mismo DdA, María Telo, 1936)

Vanesa Jiménez

Leo en la revista Salon que ya no queda una sola mujer a salvo en Estados Unidos. Ni las líderes antifeministas republicanas, que usaron esa bandera como la más eficaz escalera de ascenso en el partido. Ni las más destacadas antiabortistas, aupadas a ciertos puestos de poder gracias a su entrega a la vigilancia del cuerpo de otras mujeres. Ni tan siquiera las madres, hermanas, esposas… de los trumpistas, ellas también trumpistas, que creían que la complicidad protegería sus derechos y optaron por un hombre abiertamente misógino como presidente –alrededor del 55% de las mujeres blancas (el 43% del total) que votaron en noviembre de 2024 lo hizo a favor de Donald Trump.

El movimiento MAGA, despojado ya de cualquier careta con la vuelta a la Casa Blanca del delincuente de extrema derecha, ha puesto en la diana a todas las mujeres, también a las suyas. Contra ellas, la cruzada se centra en dos cuestiones: el voto y el divorcio. Y hay muchas voces que se suman al coro, como la del influyente pastor ultra Joel Webbon: “Una mujer es como un niño”.

Bajo las siglas SAVE se esconde una modificación de la Ley Nacional de Registro de Votantes que exige a los ciudadanos un pasaporte o un certificado de nacimiento con su nombre legal para votar. Hasta ahora, con una licencia de conducir era suficiente. Aunque el supuesto objetivo de la norma es que no voten personas sin documentos –cosa muy improbable, el último gran estudio solo encontró 30 casos sospechosos de un total de 23,5 millones de papeletas–, la realidad es que el 80% de las mujeres casadas en Estados Unidos adopta el apellido de su esposo: unos 69 millones, según estima el Center for American Progress. La realidad también dice que las mujeres republicanas son las que más se casan, las que más cambian de nombre y las que tienen menos probabilidades de contar con un pasaporte.

Al derecho al voto se suma el del divorcio, que de forma menos evidente se está colando en el debate público. La avanzadilla la protagonizan líderes republicanos de algunos estados como Oklahoma e Indiana; saben que tienen al vicepresidente J. D. Vance de aliado: “Cambian de pareja como de ropa interior”. Como ocurre con la prohibición del aborto, los estados republicanos son los más proclives a implantar normas restrictivas sobre el divorcio. También son esos estados los que tienen tasas de divorcio más altas. Será porque el machismo casa mal con un matrimonio satisfactorio.

Estados Unidos es ahora un espejo que nos devuelve la peor imagen de la civilización. Mirar, y mirarnos, en él es asumir que las mujeres y los pobres, que son categorías asociadas, siempre estamos en el centro de las embestidas reaccionarias. Cómo avanzar en este contexto que se contagia y nos ahoga, me pregunto.  [Acabo de editar un texto de Franco Bifo Berardi y en mi cabeza retumba esta frase: “Hay momentos de alegría y solidaridad colectivas que debemos y podemos vivir con toda la intensidad de la que seamos capaces. Pero que esos momentos no son más que paréntesis en un proceso cuya dirección está marcada, inscrita en el paradigma patriarcal y asesino que da comienzo a la historia…”.]

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Cuando reciban esta carta será la tarde del 8 de marzo. Las calles se habrán llenado de violeta y las mujeres nos habremos juntado conscientes de que desde aquella extraordinaria marea feminista de 2018 el mundo es otro. Nos arrasó una pandemia, y una guerra en Ucrania, y un genocidio, el de Israel en Palestina, que hemos visto en directo. Nos encerramos en casa y nos quedamos más solas, y perdimos muchos espacios comunitarios que no hemos recuperado del todo. Desertamos y volvimos. Lloramos y nos recompusimos para hacer frente a la ola autoritaria que nos envuelve. Y hoy nos decimos que podemos, que los arañazos al sistema patriarcal son cada vez más hondos, que la justicia es menos machista, que el cristal de los techos es más blando, que nuestra libertad sexual y reproductiva es más sólida, que los privilegios se están repartiendo, que las que no son blancas sufren menos. Y hoy nos decimos que avanzamos porque lo contrario sería abandonarnos.

Desde hace algún tiempo, que me parece demasiado, observo que el feminismo no institucional –del otro ya ni hablamos– de este país se mueve en dos planos distintos. Uno es el que vemos en los medios, en las redes, en la agenda, y otro, el que sigue su camino, el de la utopía emancipatoria, la justicia social y la protección del planeta. Con el primero no quiero sentirme identificada, por más que me interpele a mí, mujer blanca. Ya lo he escrito alguna vez: el camino entre ese feminismo que llegó incluso hasta la portada de ABC, masivo y ciertamente privilegiado, y la reducción del movimiento a los techos de cristal y la violencia machista (contra las blancas) era corto. Con el segundo, siento que tenemos una deuda pendiente. Nos pusimos lazos morados y salimos a las calles, armadas de buena voluntad y entusiasmo, pero en el clamor de nuestro silencio por fin roto dejamos de escuchar a las mujeres que hablaban de antirracismo y antifascismo, de interseccionalidad, de diversidad, de la ley de extranjería, de la violencia sobre las mujeres que ejercen la prostitución, de migraciones, de fronteras, del derecho a una vivienda, a una buena salud para todas, a la educación…

No quiero sonar pesimista, me resisto a ello con todas las fuerzas. Pero cada vez estoy más convencida de que hay que ajustar el rumbo. Los grandes medios solo compran una parte pequeña del feminismo, la que mejora sin tocar el sistema. Hablan de igualdad y de violencia de género. Y eso está bien, y es un avance, grande, inmenso, que no debemos ignorar. Pero a la vez silencian otras luchas, luchas importantes, que son menos blancas y menos bonitas, porque apuntan a la línea de flotación de este capitalismo salvaje, que ahora además es capitalismo para la guerra.

Con Macron autoproclamado comandante en jefe de los ejércitos de Europa, Keynes muere de nuevo, y el estado del bienestar se diluye entre presupuestos bélicos. Y los derechos más básicos estarán en riesgo, para todas, todos y todes.

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Mientras escribía esta carta me topé con un artículo del sabio Javier Sampedro: “Herencia de la penalidad. Las nietas de las refugiadas sirias en Jordania llevan marcas epigenéticas adquiridas por sus abuelas”. Me quedé helada. Por lo que había leído hasta entonces, sabía que el hambre dejaba ese tipo de marcas en el ADN. Se había estudiado en los niños que nacieron durante la gran hambruna holandesa de 1944, que en su edad adulta sufrieron enfermedades metabólicas por culpa de esa alteración genética. Pero ahora no era la inanición lo que modificaba el ADN, era el sufrimiento, el de una madre, que se trasmitía genéticamente a su hija, que a su vez lo trasmitía a su hija.

Dos mujeres biólogas de la Universidad Hachemita de Ammán habían pasado los últimos cinco años analizando el ADN de 130 mujeres sirias –tres generaciones– desplazadas a Jordania y el titular de sus conclusiones era dramático: el dolor también se hereda. “Las mujeres que sufrieron directamente el trauma de la guerra muestran metilación en 21 genes. Son los mismos 21 genes en todas ellas, y no aparecen metilados en mujeres del grupo control, que también son jordanas de origen sirio, pero no experimentaron la guerra. Y aquí lo más importante: las nietas de las mujeres que sufrieron la guerra muestran alteraciones de metilación en 14 genes”.

DdA, XXI/5.927  CTXT

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