martes, 18 de marzo de 2025

CORTEJO FÚNEBRE DE UN PESCADOR EN LA POSGUERRA

 


Félix Población

Algunos todavía no habíamos nacido cuando se hizo esta foto, fechada en 1948, de la que desconozco al autor, pero sí pudimos asistir en nuestra niñez a los cortejos fúnebres a sangre, tal como se denominaba por entonces la tracción animal, empleada también para el transporte de mercancías hasta bastante tiempo después. 

Presidían el cortejo varios curas, porque durante el nacional-catolicismo no escaseaban las vocaciones, antes bien abundaban como no podía ser de otro modo en un imperio hacia Dios en el que, con tal destino, no estaba nada mal apuntarse al clero. No pocos también sabemos de amigos y conocidos, sin posibilidades de formación en sus pueblos de origen, que cursaron estudios en los seminarios, aunque luego desertaran de la castidad y en algún caso del acoso o abuso sexual, del que también no pocos tuvimos noticia en aquella lejana y cada vez más difusa infancia. 

A la espalda de ese trío sacerdotal tocado con bonete o birreta,  que marcha por detrás de un par monaguillos o sacristanes creciditos, va un par de caballos con penacho y gualdrapas negras, sólo dos caballos en este caso, lo que revelaba el modesto pasar del difunto, como corresponde al barrio de pescadores (Cimadevilla) del que sale el cortejo. A más posición social, más caballos con penacho, para que al menos por la apariencia la muerte no igualara a todos mientras el difunto estuviera entre los vivos. Otra distinción era la del color de los animales, blancos si el fallecido era menor de catorce años, y negros si sobrepasaba esa edad. 

El cortejo discurre por delante de la portada barroca de la Colegiata de San Juan Bautista y el viejo Palacio de Revillagigedo, que en esa fecha parece haber sido ya restaurado después del bombardeo sufrido doce años antes por la aviación facciosa, según dejó recogido en los periódicos el fotógrafo Constantino Suárez, infatigable historiador gráfico de aquella villa, hasta que le cerró el objetivo la dictadura y se dedicó de tapadillo a la fotografía familiar en parques y jardines. 

Por el numeroso personal que acompaña al cortejo, casi todos varones con abrigo o gabardina, el finado debió de ser varón y bastante popular en el barrio gijonés, y fallecer posiblemente en otoño -por la luz y el vestuario que se advierten en la imagen-, con muchas probabilidades de haber sido pescador, fuente de vida  fundamental y bastante extendida por entonces entre quienes residían en Cimadevilla. 

Lo que más conmueve de la instantánea, cuya atmósfera podría ser la una pintura de Gutiérrez Solana, es la presencia de esas dos niñas que bajan por la acera de la izquierda y que casi no se las distingue con detalle. Una es mayor que otra, hermanas quizá, con la pequeña empujando lo que parece ser un carrito de juguete con su más que posible muñeca de trapo, porque ese era entonces el juguete de niña más extendido entre las familias modestas. Quizá hayan bajado del barrio movidas por la expectación del cortejo fúnebre, acompañándolo a distancia, para jugar luego en la espaciosa Plaza del Marqués, la de la fuente desde donde la estatua del rey  Pelayo mira a la mar del Muelle, el puerto interior local. 

El hecho de que aparezcan en una imagen cuyo protagonismo es el de la muerte, en aquella posguerra atroz de miseria, frío y hambre, da a la fotografía una relevancia peculiar en la que quizá no se repare, pero que a los de mi generación nos resulta identificativa. Hubo veces en que me encontré de niño con uno de esos cortejos fúnebres por las calles de Gijón y recuerdo haberlo seguido durante un rato, casi al pausado tranco de los cascos de los caballos sonando sobre el asfalto en medio del silencio, observando el andar apesadumbrado y cabizbajo de los deudos del difunto. A su paso, las mujeres mayores, incluso también las que no lo eran tanto, solían detenerse y persignarse en las acerca, y la mayoría de los varones con boina o sombrero descubrían la cabeza.

Sólo tengo una borrosa memoria de que en alguna ocasión me encontré con un cortejo de caballos blancos, hasta podría asegurar que fue en la actual Avenida de la Costa, y de que esa vez no acompañé la comitiva ni un solo paso. Me detuve y también me persigné, afectado acaso por la idea de imaginarme dentro de aquel carruaje y por el miedo a que los caballos blancos empenachados me llevaran a las llamas del infierno, sin haber hecho penitencia por los pecados de la carne, aquellos que tanto importaban en los confesionarios a los funcionarios con bonete del aquel imperio hacia Dios. 

A los curas y clérigos en general, únicamente los escuché dos veces en mi infancia, en aquellos abrazos de confesionario casi de roce mejilla con mejilla, pues tan interesados se mostraron por mis tocamientos que no los volví a querer cerca desde temprana edad.

DdA, XXI/5.934

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