LOS FERROCARRILES
Valentín Martín
Como la madre se mareaba, hacía todo el viaje con la cabeza fuera del tren. El padre bajaba la ventanilla y ella sacaba la cabeza para que le diera el aire en la cara, mientras el padre la sujetaba por la cintura, mientras se justificaba ante la extrañeza de los que husmeaban por el pasillo. Es que se marea, la pobre, decía él. Tenga cuidado, a ver si se queda sin mujer, aconsejaban los viajeros.
En realidad la madre no se mareaba ni corría peligro, es que el tren iba despacio y a cielo abierto, y a ella le gustaba mirar la vega, contar melocotoneros, el río, y hasta los pájaros, ver crecer el pasto en las cañás, asombrarse un poco con la candela rubia de los maizales. Valía la pena salir de casa para esos milagros.
Al niño lo dejaban en un asiento de láminas de madera que le dejaba el culo a rayas a pesar de la calzona. Aquel tren llegaba bufando como los revolucionarios de Boris Pasternak, y daba miedo ver cómo aparecía en la estación. No tenía hora de llegada, y pasaba solamente dos veces al día, por la mañana para ir y por la tarde para volver. Así que el jefe de estación tenía tiempo para dedicarse a engordar marranos y convertirlos en cebones, que era lo que de verdad le gustaba. Y resultaba un buen negocio para completarse el sueldo. El niño recuerda al padre y al jefe de la estación hablando de la alimentación de los marranos, mientras la madre decía: a ver si se nos escapa el tren. Y el padre contestaba: tranquila, mujer, que estoy con el jefe del tren y el tren no se va sin su permiso.
Ya en su destino del pueblo grande, los padres llevaban al niño a La Viuda para comprarle un traje azul oscuro muy guapo. El padre quería que cuando el niño dejase de ser niño trabajase de dependiente en La Viuda y no en el campo como él, porque el oficio del campo es muy duro y está mal mirao.
En aquel pueblo grande no había sastres, al último que había lo mató por sorpresa una explosión al salir de los toros. En otro pueblo más chico, donde iban a enterrar a los muertos, había dos hermanos sastres que le hacían los trajes al alcalde de Vigo cuando regresó después de hacerse un hombre en la capital viendo a Matrix, y a los Pekenikes cuando iban de boda.
Después de comprar el traje en La Viuda, los padres y el niño comían la merienda en la posada donde antes dejaban la burra. La posada cobraba antes por la burra, y ahora que no había burra, por el vino para la merienda. El padre preguntaba si había parada aunque no fuera martes. A la parada los vecinos de los alrededores llevaban las yeguas y burras cuando salían a macho, para que el semental las preñase. Tenían que coincidir el día de la parada con las ganas de las yeguas y las burras, el semental y el mamporro siempre estaban dispuestos. El oficio de mamporrero iba a desaparecer por los avances científicos, más mano de obra que se perdería.
El niño no sabía que pasados los años, una desolación infinita se abalanzaría sobre las estaciones de tren abandonadas. Que el tren no pasaría ya nunca.
Y que él jamás se casaría con Úrsula ni con Fermina Daza, quizás por culpa del traje azul oscuro que sus padres le compraron en La Viuda.
DdA, XX/5.853
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