martes, 5 de noviembre de 2024

EL NIÑO DEL ANDÉN



Félix Población

De todos los viajeros que se acaban de bajar en la instantánea del que posiblemente fuera el tren correo entre León y Gijón, y teniendo en cuenta que la imagen puede datar de los primeros años sesenta, me identifico por edad y aspecto con el muchachito tocado con una gorra de visera que avanza por el andén, junto a una señora vestida de negro, hacia la salida de la estación, coincidente con el lugar del que cuelga la esfera del reloj. Por el vestuario de los viajeros y viajeras, y también por las distendidas y joviales sonrisas de los tres varones, la fotografía corresponde con toda seguridad a un día de verano en el que los protagonistas quizá disfruten de una jornada vacacional. Desconozco el motivo por el que el fotógrafo quiso captar esta imagen, quizá fuera por algo personal o familiar, pero lo cierto es que la estación del norte de Gijón ha recobrado en mi memoria algo de aquel encantamiento infantil y filial que me procuraba durante las vacaciones ir a buscar con bastante antelación a mi padre a su trabajo, entretenerme un rato viendo como cargaban los vagones de mercancías, asistir a la llegada o salida de los trenes de viajeros y sentirme a solas por la estación como protagonista imaginario de la actividad ferroviaria, ya fuera como maquinista o como guardafrenos incluso en la garita de los vagones, soportando las inclemencias del tiempo. También me gustaba creerme un potencial viajero antes de emprender un largo trayecto que cruzara muchas de las fronteras que habían aprendido en los mapas. Lo que peor llevaba era que mi padre me encargara hacer de recadero de unos determinados papeles amarillos con largas referencias de mercancías entre su pequeña oficina de factor, en aquellos fríos y húmedos muelles de carga que olían a una mezcla de embutido, sardinas en salazón y queso rancio, y algún otro departamento de la estación. Mi respeto por el modesto uniforme azul marino con botones dorados de los ferroviarios era tanto que nunca me acostumbré a encajar las bromas de los compañeros de mi padre cada vez que me veían abrir la puerta y entrar en sus oficinas, saturadas de humo de tabaco. Posiblemente uno de ellos fuera el que aparece a medias a la derecha de la imagen, alto de estatura, de bigotito fino y rostro serio, con el cabello peinado hacia atrás con fijador, que acostumbraba a tener una presencia muy frecuente en los andenes por razones acaso de su cargo. Lamento haber olvidado su nombre, que posiblemente supiera entonces como el de algunos de los otros ferroviarios, porque lo azaroso de su presencia en esta fotografía me ha permitido identificarme aún más con su escenario y con la memoria de mi progenitor. El chiquillo de la gorra de visera y pantalón corto que acaba de llegar en ese tren y avanza muy formal hacia la salida, procedente de la Asturias interior o acaso de algún pueblo del norte de León, es casi el mismo que buscaba a su padre a media tarde antes de la salida del trabajo para pasar unas horas de pesca en el puerto exterior. Yo no sabía entonces que nunca más iba a tener a mi padre tan cerca y tanto tiempo como en aquellas largas tardes de verano que se prolongaban hasta bien entrada la noche, cuando cogíamos el último tranvía de regreso. Tampoco que aquel tiempo de su ocio y concentrada afición al sedal y los anzuelos reparaba en parte los sinsabores y heridas de una mocedad rota por la guerra, como tantas otras, y castigada durante diez años por el destierro y la imposibilidad de ascenso profesional. Nunca le dije, ni siquiera en aquel último viaje en ambulancia hacia su tierra, que lo mejor de mi niñez y la más viva y querida imagen que me dejó para siempre fue la de aquel tiempo de nuestra compañía en los espigones del puerto, tanto en los días azules del verano como en las neblinosas tardes otoñales de los fines de semana, cubiertos con nuestros chubasqueros bajo la lluvia. Allí fue, entre grúas, vagones de carbón y barcos, viendo caer el sol o encenderse la luna sobre el mar, mientras los marineros de los cargueros fumaban y charlaban asomados a las barandillas de cubierta o se entretenían pescando calamares con la luz de las lámparas colgadas a flor de agua, donde más a fondo y con más viva imagen arraigó lo mejor que me ha quedado de su memoria. Todavía ahora, tanto tiempo después, sigo pudiendo cerrar los ojos y revocar aquellos días cada vez que me asomo a su lejano y aún definido recuerdo, cuando ambos regresábamos a casa y me sentía en el tranvía casi vacío de la media noche tan lleno de padre como nunca más lo volví a estar.

DdA, XX/5.813

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