Más que recomendable este artículo que su autor firma en Público y que a este Lazarillo le parece un análisis muy lúcido de las redes sociales, recordándonos el concepto acuñado por Cory Doctorow de mierdificación para referirse al patrón decadente que experimentan los espacios digitales. "El odio -escribe- se multiplica a una velocidad impensable. No necesito demorarme en los ingeniosos tuits de @capitandelostercios o de @numerosaleatorios para conocer lo que piensa un fascista porque, de hecho, llevamos decenas de años escuchándolos en la burbuja de las televisiones. En los escaños del Congreso. En los cuerpos de policía. En los tribunales. Dejadnos tender cordones sanitarios allí donde lo permitan nuestras fuerzas. No es aislamiento; es autoestima colectiva".
Jonathan Martínez
La historia comenzó en 1971 en el hospital infantil de Texas, Houston, el día en que Carol Ann dio a luz a su tercer hijo. Tras las peores sospechas, el pequeño David nació con una brecha inmunológica tan severa que no podía entrar en contacto con el mundo sin poner en riesgo su integridad. La mínima racha de aire podía matarlo. El patógeno más inofensivo adquiría en su organismo una dimensión temible y definitiva. A falta de una terapia confiable, los doctores decidieron encapsularlo dentro de una cámara de plástico que iba a convertirse en su salvación y en su condena. En la prensa lo llamaban "el niño burbuja".
La vida de David me parece inquietante y conmovedora. Hay en las fotografías de aquella época una tristeza granulada, como de Polaroid, que subraya sin querer la nostalgia y la tragedia. Vemos al chaval atrapado en su propia profilaxis, rodeado de peluches esterilizados o enfundado en un traje de astronauta que la NASA diseñó para aliviarle las tristezas y permitirle pasear por la calle, mirar todo lo que nunca podría tocar, apretar la mano de otros niños sin llegar a sentir jamás el tacto de la piel, el escalofrío de una caricia, el calor que desprendemos cuando nos damos a los demás. Vetter murió a los doce años. Para entonces era tan famoso que tenía ya algo de inmortal.
En el imaginario colectivo, la burbuja representa un cuerpo frágil que estalla cuando crece más de la cuenta. Hablamos de la "burbuja inmobiliaria" para mencionar los delirios inflacionarios del mercado de la vivienda. Nos referimos a la "burbuja financiera" cuando observamos un crecimiento anómalo de los precios y sabemos que muy pronto un estallido se llevará el espejismo por delante. En Holanda, en el siglo XVII, el tulipán se convirtió en un objeto de especulación y alcanzó precios extraordinarios. Cundió la locura. Ciudadanos de toda clase y condición se endeudaron para adquirir bulbos que de un día para otro iban a perder todo su valor. Se había reventado la burbuja.
Pero las burbujas representan también el aislamiento, la desconexión y el privilegio. Con la expansión de las redes sociales, los estudiosos de la comunicación de masas empezaron a advertir que los algoritmos generan compartimentos estancos de información. Burbujas. Cámaras de eco. Nos rodeamos de personas que piensan lo mismo que nosotros y procuramos noticias que confirmen lo que ya creíamos saber. Los buscadores nos devuelven resultados personalizados que ratifican nuestros sesgos. El debate ideológico queda eclipsado por una suerte de guerra banderiza donde alzamos nuestro pendón a toda costa y contra cualquier argumento foráneo.
La historia de las cámaras de eco es la historia política de las redes sociales, el escándalo de Cambridge Analytica, la influencia de Facebook en el referéndum del Brexit, la propaganda trumpista de Steve Bannon a través del big data y la irrupción de Elon Musk con el ariete electoral de X en las urnas estadounidenses. Pero algo se ha roto por el camino. Facebook aún se resiente de sus crisis reputacionales y lo que un día fue Twitter ha terminado enfangado en un albañal de bots, desinformación y algoritmos amañados. Con la victoria de Trump, hemos visto un éxodo de usuarios hacia los dominios de Bluesky, una red social que ya suma veinte millones de cuentas.
En el desconcierto de la estampida, algunas voces han objetado que es un error desatender X y regalar espacios en disputa a los muñidores de bulos. Pero si entendemos este movimiento en términos de capitulación, estaremos obviando que también las plataformas digitales se someten a su modo al ciclo de la vida. Que las empresas nacen, se reproducen y mueren lo mismo que cualquier bicho terráqueo. Los negocios dejan de ser rentables o sus clientes se aburren o maduran o se echan en brazos de nuevas modas. Uno abandona X igual que abandonó Messenger, Fotolog, Tuenti o el buscador de Terra. C’est la vie.
En una entrada de su blog, Cory Doctorow acuñó el concepto de mierdificación para referirse al patrón decadente que experimentan los espacios digitales. En un primer instante, las plataformas seducen y conquistan nuevos adeptos. Después, cuando disponen de un público amplio, los propietarios maximizan la extracción de beneficios a costa de empujar el producto hacia la muerte. Y la burbuja estalla. Es la consecuencia, dice Doctorow, de un modelo de negocio que hace de intermediario entre compradores y vendedores y los convierte en mutuos rehenes. En el trayecto hemos padecido un cambio de mentalidad. Quisimos usar las redes para aprovechar el tiempo con la gente que amamos y hemos terminado perdiendo el tiempo con la gente que nos odia.
En Blueskay hemos descubierto herramientas prometedoras que nos permiten escapar a la tiranía de la polarización. Hay bloqueos nucleares de perfiles indeseados. Podemos minimizar las dinámicas linchadoras de los tuits citados. No existen de momento los Trending Topics, eso que mi buen amigo Ander Rivero llama "la lista de fusilados". Nos dirán que Bluesky es una burbuja o una cámara de eco. Que las noticias falsas y los nazis de nuevo cuño se multiplican por mucho que escondamos la cabeza bajo la tierra. Que tenemos el deber de conocerlos. Que estamos en medio de una guerra cultural a la que hay que prestar permanente batalla.
Hace años que me alejé parcialmente de X. Entre otras cosas porque se había convertido en una cámara de eco de resonancias siniestras. Allí los fanáticos parecen más grandes de lo que en realidad son. El odio se multiplica a una velocidad impensable. No necesito demorarme en los ingeniosos tuits de @capitandelostercios o de @numerosaleatorios para conocer lo que piensa un fascista porque, de hecho, llevamos decenas de años escuchándolos en la burbuja de las televisiones. En los escaños del Congreso. En los cuerpos de policía. En los tribunales. Dejadnos tender cordones sanitarios allí donde lo permitan nuestras fuerzas. No es aislamiento; es autoestima colectiva.
PUBLICO
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