Sol Gómez Arteaga
Mientras caminamos por un sendero en medio de inmensos prados verdes, vemos a un hombre segando a guadaña. Es una estampa insólita que nos llama poderosamente la atención. Mi compañero de paseo y vida, más comunicativo y vocinglero que yo, alza la voz y grita: “Jefe, ya no se ve a nadie segar así”. El hombre se detiene, nos mira y, consciente acaso de ser portador de una sabiduría que está a punto de extinguirse, asiente. Mi acompañante añade: “Hoy no se trabaja sino es pegado al enchufe”. No sabemos si el hombre ha oído, ni si entiende el sentido de estas últimas palabras, el caso es que vuelve a lo suyo. Continuamos andando por el sendero de tierra allanado por los pasos de otros caminantes. Estamos en la parte más oriental de Asturias.
Días después, en el sur más sur de León, una tarde-noche me convierto sin quererlo en convidada a una cena que tiene lugar en la terraza de un bar, cuyo menú, anuncia la cocinera con orgullo, consiste en unas pencas ecológicas recién salidas de la huerta. Yo no sé lo que son pencas, tampoco pregunto por pudor, pero al llevar la comida a la boca descubro el sabor inconfundiblemente familiar de las acelgas mezclados con ajo, pimienta negra y huevo. Está delicioso. Más tarde compruebo con San Google que mi paladar no se ha equivocado.
Es Madrid. A pesar de la calorina, salgo a la caza de las rebajas de verano. Me cobro varias prendas. En el recibo de compra de una de ellas descubro una sucesión de advertencias: Piensa si te queda bien. Piensa si te durará. Piensa si lo necesitas. Y en letras mayúsculas, como un grito: REPITE MÁS, NECESITA MENOS. Entonces pienso que esto es exactamente lo que me obligaba a hacer mi madre (qué remedio) cuando era chica. Repetir y repetir la ropa que generalmente me hacía ella con sus propias manos hasta que se desgastaba por el uso o me quedaba pequeña y si estaba en buen estado, servía a otros.
Esta sucesión de minúsculas vivencias me llevan a pensar que últimamente se nos llena la boca de la palabra ecológico, cuando lo que llamamos ecológico -lo obtenido de una forma natural, sin emplear compuestos químicos que dañen el medio ambiente- es lo que ha existido toda la vida. Es lo que, sin alardes y sin darse un pijo de importancia, hicieron nuestros padres siempre, esto es, resolver con lo que tenían más a mano las necesidades de la vida cotidiana. Ecológico es reciclar, recuperar y dar segundas y hasta terceras oportunidades y utilidades a los objetos. Me vienen a la cabeza montones de ejemplos que he vivido y mamado en casa: reutilizar el pan duro para hacer pan rallado o unas sopas con ajo y pimentón que saben a gloria bendita, aprovechar el moje del bacalao y cocinar unas patatas pobres que te chupas los dedos, emplear la carne sobrante del cocido para elaborar ropa vieja o unas croquetas que harían tambalearse al mejor chef, hacer acopio de muebles o pequeños tesoros que alguien aparcó en una esquina, elaborar jabón con grasa del cerdo y sosa o mermeladas con todo tipo de frutas y verduras, aprovechar la ropa que ya no se usa para limpiar los cristales, apurar el agua de la lluvia, tan escasa, para regar las plantas. Por poner solo algunos ejemplos.
Es la hora de la cena. Abro el frigo y saco la lechuga que le ha nacido al huerto que, por primera vez, cultiva, él también, aquel con el que comparto el pan y la sal. Una a una lavo enteras las hojas, las libero de tierra, las pongo en una ensaladera, las riego con pimentón, aceite, vinagre y sal, y cogiendo el tallo con los dedos, las llevo a la boca. Mientras mastico y saboreo retorno a la cocina de diario de mi abuela, a su mesa camilla, su calor, su risa. Como lo que no se nombra no existe y ya contagiada de un alarde de orgullo Verde, le invento el nombre de ensalada Nana.
DdA, XX/5.746
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