Leticia Gondi
No podría precisar cuándo, ni en base a qué azar, elaboré la primer versión, todavía rudimentaria, de una casita de cartón. Es probable que una caja de zapatillas, de aquellas de paño que usábamos en invierno con las madreñas, cayese en mis manos de niña, curiosa hasta la redundancia.
Las cajas de cartón poseen un extraño atractivo de cuyo influjo, bien lo saben los felinos, es difícil escapar. Su prodigiosa capacidad para contener artículos de diversa naturaleza, protegerlos de los elementos externos, incluso, llegado el caso, ocultarlos de miradas codiciosas, hacen de estas uno de los objetos cotidianos más utilizados desde su invención allá por el XIX.
Llevaba largo tiempo –si acaso es válida nuestra noción de un minuto, para medir las horas de la infancia–, sirviéndome de cartonajes que a modo de ataúd, dispensaba a los cuerpos inanes de mis animales sagrados. Me estoy refiriendo por supuesto, a pequeñas aves, gatos, ratones, lagartijas, sapos, y en definitiva cualquier criatura de cuya muerte me hubiese conmiserado, antes de darles sepultura en aquel terruño umbrío delante de la casa, donde apenas cabía una cruz más.
En primavera, depositaba sobre aquellas, caracoles recogidos en los muros de piedra de las fincas adyacentes, quienes quedos, tenaces, se iban desplazando en su interior, desprendiendo al alimón su humectante flujo, para acabar adheridos a las paredes de cartón, manifestando así la nula idoneidad que aquel material poroso y seco les brindaba a mis desventurados, moluscos cautivos.
*Certifico que ningún animal ha sido maltratado durante el desarrollo de esta escena.
Fue, añado, una caja de jarabe para la tos henchida de algodón, el lecho último de un gorrión atravesado por el perdigón salido de la escopeta de un joven desaprensivo, al cual, ilusa de mí, traté de sanar a base de rezos, besos y Mercromina.
Era pues, cuestión de accidente, que de pronto, sujetando una de aquellas en cada mano, se moviesen estas la una hacia la otra, como atraídas bajo un magnetismo hondo e indescifrable, conformando ante mis ojos neandertales, una suerte de innovación tecnológica que dejaría de ser caja para ser a la sazón casa.
La casa de paredes enjutas, simétricas, diáfanas y claras que anhelaba en secreto para ser habitada por nosotras mismas algún día que jamás llegó.
Un poco de Supergen para unir sendas paredes; un par de incisiones con el cuchillo allí donde proyectase abatir las puertas sobre los propios pliegues que al doblarla conformaban; unas cuantas aberturas a modo de ventanas, y ¡voilà!, ante mis ojos se materializaba un juguete flamante, lo que es aún mejor, genuino, con la doble satisfacción que reporta el hecho de saberse no solo poseedora de algo, sino su artífice.
Si construir la estructura en sí misma, resultaba relativamente fácil, darle uso al inagotable torrente de nuestra imaginación –la de mi hermana pequeña y la mía–, era incluso más sencillo. Para los muebles y el menaje nos servía prácticamente cualquier objeto inservible o desechado que halláramos a nuestro alcance; véanse tapones, corchos, chapas y tapas; envases, envoltorios, recipientes…
Si no disponíamos de piezas antropomorfas –clasificando bajo este criterio desde un par de palos cruzados entre sí, hasta un corcho con cuatro palillos ensartados a modo de extremidades–, que representaran de manera más o menos fidedigna a cada uno de los integrantes de la familia «equis» que habría de habitarla, un par de dedos solventaban llegado el caso, las veces de piernas. ¿Existe, no en vano, remedo más realista que las falanges del índice y el corazón a modo de tren inferior?, permítanme que lo dude. Es sencillo imaginar que se trata de las piernas de un sujeto; además, en la práctica, moverse dentro de una casita que no tiene tejado, es empero asequible.
Eso sí, cuando encontrábamos algo más apropiado, véase un «clip» de Playmovil abandonado por algún guaḥe en las caleyas del pueblo, las celebraciones festejando aquel hallazgo, podían prolongarse durante días.
Alarife autodidacta, con el tiempo me fui especializando en albañilería, pero también en interiorismo, acicateada en parte por mis altos estándares de exigencia, la maravilla de saberme capaz y consciente de que únicamente necesitaba ponerme al servicio de mi propia voluntad para hacer cualquier cosa que imaginase hacer, pero sobre todo, movida por la fe incondicional que mi hermana, mi mayor entusiasta, me profesaba, y para cuyo divertimento diseñaba en última instancia, aquellas casitas de muñecas o muñecos según fuese ella o fuese yo misma, quien las nombrara.
Iba poco a poco depurando mi técnica con cada proyecto. Hasta diseñar casas de cinco o seis estancias; salón, cocina, aseo, habitaciones y garaje, en cuya construcción empleaba varias jornadas. Todas ellas intercomunicadas. Con sus ventanas, con sus cortinas, con sus diminutos cristales de film transparente.
Todo esto que acabo de detallar, no habría sido posible de no haber contado con la inestimable, desinteresada complicidad de José María, el tendero, guardando cada caja de cartón de cada par de zapatos o zapatillas que este despachaba, para almacenarlas en su trastienda e ir, finalmente dispensándomelas a libre demanda.
Siendo ya adulta, siendo él anciano, tuve ocasión de tomarle de sus manos arrugadas para darle las gracias, por cuanto dio, quizás sin ser consciente de ello, a aquella chiquilla desconocida que con apenas cuatro años y su acento canario aún marcado, se le acercó una vez de puntillas, apenas levantaba su nariz por encima del mostrador del ultramarinos que este regentaba, con intención de pedirle una caja vacía.
En ocasiones, las por entonces ya mansiones, alcanzaban un tamaño tan desmesurado, que nuestra abuela nos hacía sacarlas a la calle, ¡que en casa no se cabe! Y allí, en aquel patio húmedo, tan profundo que ni siquiera llegaba la luz del sol, a la sombra de la misma sombra de un tendejón desvencijado, jugábamos largas horas Aroa y yo a las casitas cuando aún no habíamos cumplido los diez años.
El libro de estilos no escrito, expresaba la libertad de la que nos valíamos para elegir, a placer, todo tipo de personajes y sus múltiples parentescos, eso sí, de todos salvo el del «padre». Porque cuando una hacía de papá, y así lo verbalizaba la otra dirigiéndose a su persona, nuestra abuela nos regañaba a gritos desde la cocina, en tanto aquello evidenciaba para ella una especie de trauma por no tenerlo; padre, quiero decir.
Paradójicamente cualquier facultativo habría certificado que justo se trataba de todo lo contrario; es decir, verbalizar con naturalidad las relaciones paterno-filiales en nuestras representaciones, no hacía sino constatar que no acusábamos trauma alguno al respecto de nuestra orfandad. Y que conscientes de lo que era una familia normativa de la época, jugábamos imitando tales roles, sin otro pretexto, fin o sentido que el del propio juego.
Una tarde dejamos la casita en medio del patio y salimos con Güela al monte, a coger leña para encender la cocina de carbón. De pronto se desató una breve pero intensa tormenta de otoño, viéndonos obligadas a regresar corriendo para refugiarnos en casa. Cuando llegamos, la casita apenas se mantenía erguida. Había quedado inservible.
Jamás olvidaré aquella sensación. De no poder solucionarlo. La cara de mi hermana. Tanto trabajo, echado al traste en apenas unos minutos, tanto tiempo invertido para nada. Mi abuela trataba de quitarle importancia, —venga, nena, ya harás otra mañana.
Pero nunca mas volví a construir una casita de cartón. Por supuesto que jamás he dejado de construir cosas. Pero eso es otro asunto, para otro relato.
De aquella experiencia aprendí a reconocer el dolor punzante, la impotencia y frustración del trabajo malogrado. Y a respetar como algo sagrado e insondable, las cosas hechas por los demás. El agujerito por el que entran las afanadas hormigas y su hormiguero elaborado de manera incansable en el suelo. El nido que, vuelo a vuelo, construyen las golondrinas cada primavera. ¡Incluso –o sobre todo– el de las velutinas! El efímero castillo de arena en la orilla del mar, levantado por unas manos de niño. El garabato a crayones que este te entrega. Un poema escrito por cualquiera. Una película por muy mala que esta se me antoje. No, no tengo capacidad para destruir lo que los demás construyen, consciente del daño, a menudo irreversible, que esto provoca.
Quienes hacen de la crítica destructiva, cruel, su forma de expresión, su trabajo, acaso su idioma, habrán colocado ladrillos, pero no han construido un hogar; habrán engendrado hijos, pero no los han parido, ni criado. Sí, quizás han publicado un libro en una editorial de prestigio, expuesto sus cuadros en alguna galería, pero no se han desangrado en cada renglón, con cada pincelada. Eso te lo garantizo.
DdA, XX/5.725
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