viernes, 10 de mayo de 2024

LOS PRIMEROS DISGUSTOS DE UNA NIÑEZ FERROVIARIA


Félix Población

No tuve oportunidad de ver la exposición que con el título de Gijón, la ciudad industrial burguesa (1880-1920). Álbum gráfico de Alejandro Alvargonzález se ofreció en aquella villa hace cinco años, comisariada por la fundación que lleva el nombre del recopilador de las instantáneas, en su mayoría obra del fotógrafo Julio Peinado. Creo que posteriormente se editó un catálogo, publicado por el Museo Piñole -lugar en el se celebró la muestra a finales de 2018-, que creo debería formar parte de mi biblioteca. 

Alejandro Alvargonzález Alvargonzález fue alcalde de Gijón entre 1886 y 1890 y hay que agradecerle que un siglo y pico más tarde muchas de las instantáneas realizadas por Peinado para el portfolio Gijón Industrial, Comercial, Artístico y Veraniego de 1911, con ocasión del centenario de la muerte de Jovellanos, hayan podido ser contempladas por la ciudadanía del siglo XXI como testimonio de los entornos urbanos en los que discurrió la vida de sus predecesores.

A falta de ese catálogo, en el que los actuales residentes en la ciudad podrán comprobar lo poco que hoy puede ser reconocible de un municipio que a principios del pasado siglo apenas sobrepasaba los 50.000 habitantes, observo que una de las fotografías sí nos muestra el viejo Mercado del Sur, que data de 1899, y que muchos conocimos en nuestra niñez tal como aparece en la imagen, poco después de ser construido. 

Llama la atención en la instantánea la presencia de esos únicos tres chavales posando para el fotógrafo, subidos a unos bloques de piedra que revelan posibles trabajos de asfaltado en la calle, al otro lado de la cual estaban los Jardines de Juan Alvargonzález, que también conocí y llamábamos el "parque de los viejos". Estos solían reunirse en tertulia bajo las palmeras, sentados en uno bancos circulares de azulejos rojos con cenefas azules en torno a la base del tronco.

Podría darse el azaroso caso de que entre esos viejos estuvieran los chavales de la fotografía. Al observarlos veo en ellos a los predecesores de la chiquillería que sesenta años después frecuentábamos con nuestros juegos tanto esos jardines, con su precioso estanque azulejado, como el que se llamaba Parque Infantil (hoy Plaza de Europa), enfrente del parque de los viejos, al otro lado de la calle del general (felón) Aranda.

También el edificio que aparece por detrás del mercado perduró muchos años en la ciudad en un estado de creciente abandono, hasta el punto de que no se pudo conservar su fachada, en la que destacaban sus miradores y altos balcones. Ciertamente, el nuevo edificio es uno de los que con más fidelidad se construyó siguiendo el modelo del antiguo, hasta el punto de evocarlo a mis ojos con la familiaridad de quien habitó en una de sus viviendas, al regreso de mi familia a Gijón, procedente del destierro en Valencia con el que la dictadura penalizó a mi padre ferroviario.

Familiar me parece, aunque se remonte a más de medio siglo atrás, ese portal abierto y la gran lucerna en el tejado que iluminaba las escalera en los últimos pisos, uno de los cuales era el nuestro, abuhardillado, viejo, sin balcones a la calle pero con una galería corrida de varios ventanales que daba a un espacioso patio de luces que alumbró los primeros y mayores disgustos de mi niñez.

Un día, al regreso de la escuela, mi madre me dijo que al tender la ropa por la ventana había golpeado la máquina de tren con la que yo jugaba por el alféizar, única pieza del tren eléctrico que nunca puede tener y que me había regalado algún familiar. La máquina se cayó al patio y ni siquiera quise recuperarla rota, temiendo que mi disgusto aún sería mayor al ver destrozado el juguete con el que más me entretuve durante horas y horas los días de lluvia, recreando el itinerario ferroviario que había hecho alguna vez con mi padre.

Otro día el abuelo arrebató de mis ojos la imagen de Morita, la gata negra que siempre estaba sentada a mis pies cuando me despertaba cada mañana, con su silueta recortada a contraluz. También acabó en el patio, entre la manada de gatos a los que el vecindario tiraba comida desde las ventanas. Tampoco quise verla, evitando que mi sentimiento herido por no volver a tenerla a los pies de mi cama, mirándome con aquella preciosa y entregada atención, fuera aún mayor del que me dejó su ausencia repentina.

DdA, XX/5.640

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