miércoles, 22 de mayo de 2024

EL PALACETE DE DON LADISLAO Y LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE GIJÓN

Coincidiendo con la adquisición por fin del palacete de don Ladislao por el Ayuntamiento de Gijón, cuyo estado de creciente abandono formó parte del corazón de la ciudad durante decenios, sería deseable que luego de una respetuosa y fidedigna restauración se destinara el edificio a ser un centro cultural de las características que Félix Población esbozó en este artículo, publicado el 7 de julio de 2019 en este mismo DdA. Bien podría caber en sus dependencias la historia contemporánea de la villa, con un capítulo dedicado a las maquetas de los edificios y palacetes que, como el de don Ladislao, fueron infaustamente derribados durante el llamado desarrollismo de los años sesenta, setenta y parte del ochenta. Dicho sea esto como modesto recado a las autoridades municipales en ejercicio.

UN HISTÓRICO PARA LA HISTORIA DE GIJÓN: EL VIEJO PALACETE DE LA PLAZA DE EUROPA

 Foto de Goti del Sol
Félix Población

Mi niñez discurrió al pie del palacete de don Ladislao.  Si se tiene en cuenta que han pasado muchos años desde entonces, es sin duda singular que en una ciudad tan crecida como Gijón el edificio permanezca tal cual era en pleno centro urbano, aunque cada vez ofrezca un aspecto exterior más decrépito. Ahí sigue, con los mismos y descoloridos cortinajes corridos en sus balcones y las persianas levantadas en una posición indefinidamente fija, como síntoma evidente de la atmósfera antigua que se debe respirar en su interior.

En la misma acera, a pocos metros del palacete, se encontraba una tahona llamada La Esperanza -buen nombre para poner a un despacho de pan en los años de posguerra-, cuyos hornos al cocer la masa daban un delicioso olor al parque vecino, identificado con el despertar del día y mi primer horario escolar. El parque tenía su estanque de azulejos de colores con su fronda colgante de sauces.Y también un guarda ceñudo e irascible, al que llamábamos El chapines de Begoña por las las chapas doradas que lucía en el correaje de cuero que le cruzaba trasversalmente el pecho y porque también prestaba servicio en los próximos jardines de Begoña. Se trataba de un hombre mal encarado, cetrino, capaz de aventar su bastón contra la rapacería díscola y soltar frases tan demoledoras como aquella con las que nos amedrentó en cierta ocasión al decir que sería capaz de batirle a uno la cara en sangre. Creo que fue El Chapines también el que nos dijo que en el parque cayó una bomba cuando la guerra y que hizo un gran hoyo, del que luego dejó constancia el fotógrafo Constantino Suárez. Asocié desde entonces el crudo lenguaje del guarda con el lenguaje de guerra, como si esta hubiera sido un mutuo batimiento de caras en sangre.


También en esa misma acera estaba el domicilio social de la Agencia Comercial Terrestre y Marítima, a cuyos camioneros envidiábamos algunos de nosotros porque además de viajar por el ancho mundo que desconociámos e imaginábamos mucho más interesante que el nuestro, dormían en la litera de sus camiones en cualquier parte, cuando se cansaban de rodar cientos y cientos de kilómetros. Recuerdo que solíamos evaluar la calidad de esos sueños según la confortabilidad de la cabina, que solía estar en proporción con la entidad y tonelaje del vehículo.

Quienes hayan residido en las inmediaciones de la Plaza de Europa por lo años cincuenta y sesenta del pasado siglo, quizá recuerden al adolescente que vivía en ese magnífico palacete modernista, obra del arquitecto nacido en Cuba Manuel de Busto, que tan magníficos edificios dejó como relevante patrimonio histórico en Gijón y en otras ciudades de Asturias. De ese muchacho,  bastante mayor que yo, extravié su nombre hace tiempo, pero no la fisonomía melancólica de su rostro alargado y pálido, con el cabello oscuro y rizado, y un prominente mandíbula. También recuerdo que tenía alguna discapacidad física en las piernas como consecuencia de haber padecido poliomielitis. Con mis pocos años, no más de ocho o nueve, achacaba esa tristeza a su falta de movilidad y a su pierna metálica, considerando en mi fuero interno la fatalidad que suponía vivir en una casa tan maravillosa y estar incapacitado para correr y saltar. Puede que hasta me hiciese a la idea filósofica de que primara esto último sobre lo primero a la hora de despertar el júbilo en nuestra cara y el aliento a nuestra risa.

Con Mario -¿se llamaría Mario?- apenas tuve relación porque cinco o seis años era mucha diferencia de edad. Alguna vez lo recuerdo viendo desde su silla de ruedas nuestras carreras de chapas con las imágenes de los ciclistas más populares insertas bajo un cristal recortado y pegado con masilla. Solían disputarse en la acerca del colegio Asilo Pola, en el que aprendí a leer con las monjas, que una vez quisieron desnudarnos porque faltaba un duro en el nacimiento de Navidad que exponían al público para recaudar lo que la voluntad de visitante gustase.Mario también solía interesarse por nuestras no menos reñidas y en extremo pacientes carreras de caracoles los días de lluvia, caracoles a los que jaleábamos y estimulábamos también en plena competición con el nombre de los ciclistas.

Hubiera dado cualquier cosa porque un día Mario y yo tuviéramos una amistosa y larga charla, nos cayéramos estupendamente y me hubiera invitado a merendar en su palacete. Lo que más me habría gustado con toda seguridad sería haber subido a la torre-mirador, ya de noche, a ver la ciudad desde lo alto y sentirme un encastillado espadachín. Puede que también me hubiera conformado con asomarme al balconcillo de esquina con columnas del segundo piso y que yo quise creer siempre que era su habitación. Posiblemente Mario fuera nieto del hacendado don Ladislao Menéndez Bandujo, que mandó construir el palacete a Manuel del Busto en 1907 para hacerlo su residencia familiar. Dicen que en ese tiempo se veía el mar desde el mirador y las torres con chapiteles de la nueva iglesia de San Lorenzo, edificada en 1901.

De la torre escribió Rosa M. Faes, que estudió la obra del arquitecto cubano, que la columnata es muy peculiar y que rodea un espacio central poligonal que recuerda los tholos griegos, con una cubierta de poco inclinación algo volada y un empinado remate ascendente que evoca las cubiertas de tipo oriental oriental.Un tejado de cerámica coloreada presta policromía al conjunto, cuya función es más simbólica que utilitaria, dado que la torre viene a ser un elemento de distinción social: una forma arquitectónica de hacer notar el poder económico del propietario. Situada en uno de los ángulos de la fachada vendría a ser, además, el elemento integrador del conjunto y el que le da sin duda un carácter singular al edificio.

Según Héctor Blanco, el reputado arquitecto concibió un edificio aislado, con una zona ajardinada por dos de sus flancos que apenas ya existe -a causa de crecimiento urbano-  y con un diseño basado en un conjunto de volúmenes cúbicos aterrazados. En la ornamentación se emplearon motivos fitomorfos tanto en los paneles como en las columnas del mirador y también en las balaustradas. Especialmente amedrentadores me resultaban un rostro mitológico tallado sobre el tejadillo del portal, encima de una pequeña lucera, y una cabeza barbada de similar aspecto en la cornisa del tejado. El hotelito de don Ladislado tiene su réplica en el chalé que el propio Manuel del Busto construyó en Llanes para el indiano Manuel Hartasánchez, conocido por La Javariega. 

 

Hoy en día, el edificio gijonés sigue siendo propiedad privada, al fracasar en 2011 una permuta que el Ayuntamiento quiso plantear a los descendientes de su primer propietario, a fin de que el palacete pasara a propiedad municipal y de eso modo fuera restaurado y habilitado para algún uso público. El coste económico de la operación se cifraba en poco más de dos millones de euros. Pasados ocho años desde entonces, y ante la expectativa de un nuevo consistorio en Gijón con una nueva alcaldesa -lleva tres la ciudad en los últimos decenios-, podría darse por fin la circunstancia de que una construcción como esa, catalogada en la máxima y más restrictiva categoría de conservación, deje de ser posiblemente el edificio que mejor simboliza de manera residual aquella arquitectura tan preciada de las viviendas unifamiliares durante las primeras décadas del siglo pasado,  que de modo tan cerril sufrieron los embates de la piqueta en los años del desarrollismo. 

Encarezco al nuevo consistorio municipal a que el  palacete de la Plaza de Europa, también llamado hotelito de don Ladislao, deje de ser para los gijoneses de más edad una  fantasmagórico y avejentado edificio del pasado, varado en su propio decaimiento en el centro de la ciudad como una postrero símbolo del Gijón que fue. El viejo palacete bien podría convertirse, mediante una cuidada y respetuosa restauración y habilitación, en una suerte de Museo Histórico del que la villa carece, próximo en este caso al magnífico museo del pintor Nicanor Piñole (antigua escuela Asilo Pola), vecino de la plaza, al que tuve oportunidad de entrevistar cuando cumplió un siglo. Sería a buen seguro muy bien recibido por los gijoneses, tan adeptos siempre a la recordación del pasado ciudadano y a los escenarios vividos por las generaciones que les precedieron. No creo que haya en Gijón edificio más indicado para dar continente y contenido a su interesante historia.

DdA, XX/5.652

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