jueves, 23 de mayo de 2024

EL ANGOSTO QUIOSCO DE CORREOS EN LA PLAZA DEL 6 DE AGOSTO

 


Félix Población

Aparte de por la luz vespertina y de que corresponda a un día despejado, posiblemente caluroso y festivo de verano en el que la gente se hubiera desplazado las playas, sin que ni en la plaza ni en la Cuesta de Begoña se vea un solo vehículo, esta fotografía tiene para mí la relevancia emocional de representar un escenario cotidiano de mi niñez. En ella hay, además, un mobiliario que también está unido a mi memoria y que apenas se distingue por encontrarse en la zona en sombra de esta instantánea de la Plaza del 6 de Agosto: se trata, en efecto, del pequeño quiosco de madera que había adosado al muro del edificio de Correos

Creo que lo regentaban un par de mujeres de mediana edad. Se caracterizaba por ser  sumamente estrecho, por lo que su permanencia en el interior debía de provocar una sensación de angostura a la vendedora bastante incómoda. De este tipo de quioscos de madera, adosados al muro de un edificio y muy limitados de espacio, había algunos en Gijón por los años cincuenta y sesenta. De hecho había otro en la calle Munuza, haciendo esquina con la calle del Agua, próximo a donde se exponía la cartelera de los cines, y en el que recuerdo también la presencia como vendedora de una mujer.

A una de las mujeres del quiosco de Correos fue a quien le compré yo el primer periódico de mi vida, un lunes a la salida del viejo instituto, de regreso a casa. Ese día quise leer, sin que recuerde por qué, la información que publicaba el Marca sobre el partido del Sporting en El Molinón, quizá por sentirme más protagonista de lo vivido en el viejo estadio, al que acudía cada domingo como socio infantil del club. Me decepcionó que por competir el equipo en segunda división, la crónica fuera más reducida que las dedicadas a los clubes de primera. Aun así, me gustó aparecer con el periódico en casa, con el ejemplar doblado bajo el brazo, como hacía mi padre al llegar con el periódico local, que yo no podía abrazar para leerlo a doble página por su formato sábana.

Recuerdo cuando compré ese primer Marca que me acompañaba mi amigo Emilio Díaz, con el que también solía regresar casa, antes de iniciar el bachillerato, desde el Grupo Escolar Jovellanos. Entonces lo que leíamos a la vuelta del cole los viernes por la tarde era El capitán Trueno, así que ese quiosco marcó dos tiempos de lectura distintos durante mi niñez, ambos en compañía de un mismo amigo cuyo rastro vital perdí a los pocos años, después de habernos profesado una amistad fraterna.

Yo le llamaba Cabezuela y él a mí Cabezo porque la suya tendía a pequeña y la mía  propendía a respetable. Era una excusa para echar a correr uno detrás del otro por la Cuesta de Begoña, sobre todo de bajada, regateando a los peatones que encontrábamos a nuestro paso. Aquello debía de parecernos algo así como el vértigo de vivir o similar porque, al final de la carrera, nos impulsaba a abrazar nuestros alientos agitados, una vez en la plaza.

Vaya para el septuagenario Emilio, como recuerdo de aquel vértigo de vivir de los diez o doce años, esta pequeña memoria de primer amigo que quizá a él se le haya perdido en esa noche del tiempo que es el olvido.

DdA, XX/5.652

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