Luis Mateo Díez, premio Cervantes de Literatura 2023. Este es el discurso íntegro pronunciado en el día de hoy, 23 de abril de 2024, en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. El escritor leonés comienza afirmando que he tenido la suerte en mi vida, entre tantas otras como la que aquí me trae esta mañana, que es sin duda la más importante de todas, de haber sido dueño de una infancia que, aunque suene un poco exagerado, encaminó mi destino de escritor. A este modesto Lazarillo le parece un discurso lleno de lucidez intelectual, sobriedad y expresividad literarias, de ahí que me complazca mucho su difusión como uno de los más interesantes que se han leído con motivo del mencionado premio a lo largo de su historia. Tenía mucha confianza en que don Luis no nos iba a defraudar eligiendo para la ocasión la niñez como asunto clave de su actividad literaria, tal como había insinuado en una reciente entrevista publicada en un diario leonés. Algo fundamental que resalta en su alocución es el papel de la narrativa oral en esos primeros años de la infancia.
La infancia,
decía Cesare Pavese,
es el tiempo mítico del hombre, lo que a cada uno corresponde de esa edad
originaria en que todo nos llega y sucede por vez primera, el asombro de la luz
en la inocencia, sentimientos y emociones que van a marcarnos de forma
indeleble, el patrimonio de lo primigenio, la experiencia de lo primordial.
Fui un niño de
posguerra y el lastre de ese tiempo histórico detalla en la memoria atmósferas
y sucesos que la empañan, de manera que una infancia en esos años puede
destilar un apego de tristeza y desolación, lo que tantas pérdidas suponen
entre las familias y los vecindarios y, sin embargo, la geografía y el
paisanaje de mi niñez no llegaban a enturbiarse del todo, supongo que porque la
suerte de los afectos se sobreponía a la desgracia de tantas desdichas.
Decir que la
infancia encaminó mi destino de escritor quiere expresar una curiosa suerte de
reconocimiento, ya que en ella, en los años primerizos, mi necesidad de
escribir para contar lo más ajeno a lo que a mí me sucedía, si es que en la
niñez hay sucesos reseñables, me producía un efecto beneficioso, como si
hacerlo con las mínimas habilidades de que pudiera disponer, supusiese una
curiosa satisfacción.
Un niño
escritor no me parece el ejemplo de nada particularmente valorable, si tal
condición conlleva sin remedio el riesgo de aquel repelente niño Vicente, que
en la deliciosa novela de Rafael Azcona hacía
redacciones sobre la vituperable vida de las moscas.
Lo mío tenía
intenciones menos vituperables y más secretas, ya que tardó mucho en
apreciarse, y correspondía a una especie de tensión, bastante emotiva, por
cierto, que me había convertido en un diminuto ser embelesado por lo que
escuchaba en las veladas nocturnas, propias de las costumbres vecinales de mi
Valle, fuentes de la oralidad y cercanas a una cierta antropología de las
culturas populares como llegué a saber, y lo que algunos de mis maestros nos
leían a sus alumnos en el aula por las mañanas.
Escuchar lo
que la voz cuenta, el relato de lo ancestral y folklórico, lo que con el tiempo
ordenaría en su justa medida leyendo 'La rama dorada'
de Frazer, y lo que la voz lee, libro en mano y en la dimensión en la que,
entre otras cosas, lo anónimo cede a la escritura y al autor de la creación
propiamente literaria.
Mi destino de
escritor, nada menos, ya ven ustedes con qué facilidad la vida me encaminaba y
encandilaba, con el sustrato primitivo de una fascinación y un embeleso, de tal
modo que escuchar y escribir unían lo que leer y contar tenían de aliciente y
acicate.
Un maravilloso
entretenimiento que daría razón de ser a ese destino irremediable, si ustedes
consideran la vicisitud en que ahora mismo me encuentro, intentando dar cuenta
de dónde proviene el narrador que les habla y que, sin remedio, llegó a
comprender como contrapartida en cuanto adquirió la lógica distancia aquello
que afirma Rilke de
que la infancia es la patria perdida del hombre.
Entre los
primeros libros que en las manos de algunos de mis maestros resonaban con la
fuerza y el donaire de sus invenciones, la voz de aquellas novelas que
posibilitaba que los alumnos de las Escuelas Graduadas escucharan embelesados
en los pupitres, librados de las madreñas antes de entrar al aula, y sentarse
cabizbajos, había variedad de vidas y aventuras y suficientes personajes para
sentir que con ellos contraeríamos una deuda a saldar, la que poco a poco nos
comprometía a hacerlos nuestros, aventureros y vividores que harían más
fértiles nuestras propias imaginaciones y ensueños y a los que hasta en
nuestros juegos infantiles imitaríamos.
El libro que
escuché con mayor deleite y aprovechamiento, en alguna de aquellas versiones
apropiadas de nuestros clásicos, fue Don
Quijote de la Mancha, y puedo recordar muy bien la mañana de su
primera lectura, cuando en el invierno del Valle la nevada nos robaba el
recreo, y el incipiente caballero venía de mucho más lejos de lo que me
permitieran percibir los copos que alborotaban los ventanales de la escuela, de
la llanura de un sol agostado o de los horizontes que propiciaban la impiedad
del enajenamiento para los caballeros que iban a desfacer entuertos como quien
sale de casa para remediar el mundo.
Don Quijote no
era un héroe que yo pudiese contabilizar al lado de los que en los tebeos, y en
las escasas películas que por entonces pudiera ver, mantuvieran la aureola de
unas acciones, que ni siquiera necesitaban ser hazañas, para erigirse en
protagonistas extraordinarios, seres prodigiosos capaces de hacernos estallar
de emoción en las viñetas o el tecnicolor.
Mi relación
con don Quijote, ya con algún viso de melancolía infantil en el invierno de su
primer conocimiento, tuvo un aliciente misterioso, rodeado de algún secreto
deslumbramiento, que en nada atañía a los personajes que ya me hubieran
asombrado, y a quienes en la dimensión de los reyes de la selva o los robines
del bosque, se irían lentamente fosilizando, como hitos que perdurarían en sus
convenciones, no menos inolvidables que triviales.
Don Quijote
llegaba para quedarse conmigo como un héroe no menos inquietante que
entrañable, del que bastante tiempo después, cuando el incipiente narrador en
que habría de convertirme, heredero a veces avergonzado de aquel niño escritor
que, por suerte, nunca hizo una redacción sobre la vituperable vida de las
mosca, comencé a saber que no era un héroe, que el Caballero de la Triste
Figura tenía otra catadura como figura enaltecida en la gloria de quien lo
había creado, y que más bien de un antihéroe se trataba, de un reincidente
perdedor, término que nunca me gustó pero que no deja de ser significativo,
abocado a las perdiciones y los fracasos, por muy ensoñados que se forjaran.
La idea del
héroe que no lo es, ya que más bien de un antihéroe se trata, no iba a quedarse
ahí, pues cuando mis personajes comenzaron a aflorar, en cuentos y novelas
primerizas y, no tardando, en otras ficciones donde yo iba encauzando los
bienes del aprendizaje y los vislumbres del quien va dando cuenta de ese
aprendizaje se apreciaba una transformación en ellos de la identidad heroica.
Poco a poco en
el mundo que iba creando, esos seres de ficción tenían, todavía sin mucha
conciencia por mi parte, una incierta imagen quijotesca, una atrabiliaria
fisonomía de perdición y extravío, a la que no era accidental la fragilidad de
su voluntad luchadora por la vida, el afán de vivirla y sobrellevarla con el
rendimiento de la generosidad que añade un valor a la propia inducción del
fracaso, si perder es perderse y andar perdido o por caminos de perdición.
La entidad de
mis personajes no estaba, así, eximida de una incierta heroicidad, tan
cervantina y quijotesca, en aras de una imaginación liberadora y redentora,
siendo acaso héroes del fracaso, como así me gustó denominarlos, pero no por la
precariedad de quien prescinde de la pasión de vivir, de la aspiración del
vividor que puede fracasar en sus extravíos o ideales, a quien la realidad
derrota con el sufrimiento de una voluntad herida o de un sentido común
contrariado.
Ya ven ustedes
a que planteamientos de lucidez y conquista imaginaria puede llegarse, desde la
emoción primitiva que supone apropiarse de un don Quijote que vino en la voz
lectora de un maestro que lo leía a sus alumnos en una mañana de invierno y
nieve que no permitía salir al recreo.
Configurar al
héroe, derivar de él la identidad de unos personajes que asumen una heroicidad
de extravío, derrota y lucha, me resulta sin duda uno de los elementos
sustanciales no ya de mi poética de narrador, también y, ante todo, de la
vocación de la escritura a la que, al parecer, propendía aquel niño cautivado
que escuchaba con un deleite que a buen seguro no sería capaz de explicar, ni
siquiera de confesar con la emoción de su arrobamiento.
De una
vocación de la escritura se iba a tratar, de lo que la vocación supone de
inclinación y llamamiento, también de inspiración hacia algo, si en esa
propensión se advierte hasta un cierto instinto que en la escritura, en la
palabra y su representación existe hasta algún grado de apetencia apasionada,
siendo esa necesidad de escribir, esa inclinación irremediable, un buen
sustento del don de tenerla, como si la necesidad implicara la propia capacidad
para hacerse fértil.
El escritor
vocacional era un narrador que, entre otras cosas, asumía la vida como una
narración, la invención de vivirla y contar el cuento de su experiencia con la
imaginación que procuraba las claves de hacerlo, que en su caso no podían ser
otras que las abocadas a lo que pudiera considerar una conquista en lo ajeno,
el devenir de otras vidas que no fueran la suya pero que, al contarlas, ya
pertenecían al propio conocimiento y a enriquecer la vicisitud de su
experiencia particular y limitada.
La vida que se
cuenta, la vida que se descubre escribiendo, si entendemos que escribir es
descubrir, y la creación de un ámbito imaginario al que la aspiración no se
conforma con la mera narración de la misma, si la invención de quien escribe
quiere llegar a constatar o sugerir su sentido.
Contar la vida
era mi aspiración, supongo que la revelación de tantos cuentos y voces
contadoras, íntimamente unidas a las propias de los grandes maestros de la
ficción, a lo que el conocimiento significa en el patrimonio de la imaginación
literaria, ahormaba y fertilizaba el largo proceso de aprendizaje en el que yo,
pacientemente, velaba las armas del novelista, escribía con tesón y rigor
buscando mis modelos y, en cualquier caso, intentando sentirme heredero de
cuanto pensaba que me enriquecía al llegar a mis manos.
La vida y el
sentido de la misma, una socorrida encomienda para encaminar mis ambiciones,
por derivas que emparentaban la tensión de la escritura, su apropiación y poder
dirigido a un estilo, con la opción que comprimía lo que estaba contando hasta
un extremo de sugerir simbolismos e imágenes metafóricas que, aunque sin
remedio, me alejarían de un latente realismo, no dejarían de expresar, o mejor
iluminar, las otras realidades paralelas, las más propiamente irreales.
La
consecuencia del camino por el que andaba y que sigo transitando sin remedio,
día a día con mayor reto y desapego o desaire hacia cualquier convención que me
incline a bajar la guardia, tenía el acarreo de muchas convicciones, seguro que
todas razonables y discutibles, y entre ellas aquella que tanto le gustaba a
Borges de que la irrealidad es la auténtica condición del arte.
La verdad es
que debiera reconocer una precaria incapacidad para escribir lo que me pasa, lo
que en mi existencia sucede, lo que mi biografía propone, nada me interesa
menos que yo mismo, y lo digo con una radicalidad sospechosa pero no mendaz, lo
digo porque de esa actitud, de esa situación, proviene, no menos sin remedio,
lo que narrativamente me importa, el interés de ese cuento de la vida que
pretendo con la conquista de lo ajeno.
Si tuviera que
contestar en este sentido a la pregunta de qué es lo ajeno, fácilmente me
saldría por la tangente afirmando que lo contrario de lo propio, y al caer en
esa obviedad dejaría sin resolver un asunto de más enjundia, pero podría quedar
satisfecho pensando que lo que no es mío es de otros, y esos otros, en los
términos de la ficción son de quienes pretendo apropiarme, precisamente por el
conducto de la invención: imaginándolos, dándoles encarnadura imaginaria,
revelando sus vicisitudes, llevándoles lo más lejos posible de lo que yo soy y
quiero, entregado a su causa sin hacerla mía, siempre a su servicio.
De una
conquista en lo ajeno se trata y, como tal, con un grado de conocimiento y
reserva que me impida interferir en la vida y destino que mis personajes
obtienen, siempre al albur de unas existencias que, con la misma intensidad, me
reclaman y rechazan.
Son ellos, son
otros, no me pertenecen, y es en la reclamación donde ponen a prueba mi
capacidad de inventarlos, una suerte de hilo conductor que va y viene sin otro
compromiso que el de la escritura.
Esa conquista,
como cualquier otra que se sustancia en la ficción a que me veo solicitado,
jamás rebasa los límites de la escritura, el universo literario en que estoy
moviéndome para que quienes lo habitan sean dueños de sus actos y alcancen la
solvencia de su identidad o alimenten la trama que conjuga su destino, tiene su
única razón de ser en lo escrito, en lo que Manuel Longares denomina la vida de
la letra, materia exclusiva de la misma vida imaginaria, la que a la letra debe
su esencia literaria y verbal.
Si he estado
ofreciendo hasta este momento ideas y razones, y también sensaciones que
siempre resultan menos fidedignas, de dónde vengo como escritor, cómo se
encaminó mi destino desde la lejanía de aquella infancia arrobada, convendría
aventurar alguna orientación sobre dónde me encuentro, en qué cálculo de
previsiones me entretengo, si con la propuesta de rendir cuentas personales
esta mañana no he querido otra cosa que agradecer una distinción, y aprovechar
la circunstancia de estar subido en esta suerte de púlpito que propicia el
examen de conciencia y la predicación.
La pasión de
escribir se compaginaba durante muchos años con la indolencia de hacerlo, y en
esa contradicción el narrador encontraba un penoso aliciente de disimulo y
desidia, pero era una situación engañosa que la propia edad fue corrigiendo y
en seguida, desde el propio aliciente y alimento de la lectura, tan compaginada
con la misma experiencia de la escritura, se fundió definitivamente la pasión
con que la vida se hace deudora de la ficción, la suerte de vivir en lo
imaginario lo que la misma vida no da de sí.
No había
pleito alguno, el destino estaba claro, la indolencia apenas suponía una
muestra de disipación derivada de las vehemencias juveniles, y lo que no tardó
en demostrarse fue la intensificación de la necesidad, el cauce que en la misma
alargaba la pasión de escribir como el definitivo modo de vivir, y el hecho de
que la experiencia de lo imaginario fuese el mejor conducto del conocimiento,
con el aliciente añadido de lo que significaba aquella afirmación de Irene
Nemiroski de que toda gran novela es un callejón lleno de gente
desconocida.
Gente que se
acumula en el conocimiento como ampliando el espejo de lo que nos gusta
descubrir y contrastar con nuestra sensibilidad, memoria y conciencia, de modo
que, como en todos los términos de las distintas artes, en los de la creación
en todas sus formas y opciones, constatamos ese compromiso con la vida al que
deberíamos aspirar, ya que las artes nos enriquecen y hacen mejores, además del
placer que proporcionan.
Convendría,
pues, y para ir terminado, indicar, aunque solo sea como previsión, dónde me
encuentro ahora literariamente, con la inquietud de un octogenario de salud
razonable, y conciencia de las ausencias correspondientes, ya que la edad que
procura supervivencia hace irremediable a la vez el curso de las
desapariciones, y donde me encuentro es en algún punto de una obra que, por
prolífica, puede iluminar lo que con la reiteración enriquece el mundo que la
contiene, si ese mundo gana en complejidad, que así lo espero, sin que la
reiteración en ningún caso suponga repetición, que sería un signo de
acabamiento, y con el riesgo asumido de verme con un cúmulo de ficciones que,
sin avalar la posteridad, sí lo hagan con la condición de póstumo, fruto de la
sobrecarga de una escritura que sostiene en su demasía un aliciente de la vida,
si la fertilidad de vivirla ya no ofrece otras opciones tan radicales.
Vuelvo a
recordar a mis personajes, que a veces casi se me convierten en
personificaciones, y recupero la imagen de aquel héroe invernal de mi infancia
que está en el subsuelo de todos ellos, que pervive en el espejo de su lucha
por la vida y la quimera, lo que la imaginación procura para que la realidad, y
sus precariedades y afrentas, no culmine la derrota, aunque sea en la
experiencia de la muerte cuando el caballero de la triste figura cubra el
límite de sus hazañas, desde el trance de una locura redentora a la quimera y,
finalmente, a la cordura que ensalza y redime la existencia trastornada de
quien salió de casa para salvar al mundo.
Mis personajes
no tienen tanta nobleza pero son conscientes de alguna ejemplaridad heroica, ya
que sus aventuras se consuman al doblar las esquinas donde aguarda el destino y
la consecuencia de alguna perdición o la expectativa de un sueño que pudiera salvarlos.
A ellos vivo entregado, ya que son ellos quienes me salvan a mí.
Muchas gracias por su atención.
DdA, XX/5620
No hay comentarios:
Publicar un comentario