martes, 20 de febrero de 2024

TIEMPOS LECHEROS DE CHOCOLATE, JEREZQUINA Y CALDO DE PITA



Félix Población

Siguiendo con su serie La España de nuestras tatarabuelas, fruto de sus activas búsquedas en las hemerotecas, mi estimado Macrino Fernández Riera nos trajo a la memoria el tiempo no tan lejano -por haberlo vivido- en el que la leche llegaba en lechera al consumidor, sin intermediarios: de las ubres de las vacas frisonas a las casas, con mayor o menor integridad en el producto. 

En el caso de mi familia, la leche tenía por procedencia, durante los años cincuenta y sesenta, una aldea próxima a Gijón, cuyo nombre lamento haber olvidado. La repartía por las mañanas, subiendo hasta nuestro piso con una de aquellas grandes lecheras cilíndricas de aluminio que pregonaban con el sonido metálico del asa al posarla en el suelo la identidad de la mercancía, un joven robusto, mofletudo y barbitaheño, que expandía con su presencia un olor a sobaquina rancia, sumado al montuno de su procedencia y al del producto que transportaba.

Si era mi madre quien abría la puerta de casa a aquel mozancón que resoplaba por el peso de la carga y las muchas escaleras, no faltaba de vez en ocasiones algún comentario respecto a la calidad del producto, si es que el del día anterior no había sido satisfactorio, por más aguado. La leche había que hervirla tres veces, para lo cual se utilizaban los correspondientes hervidores, unas recipientes provistos de una tapadera con agujeros para que su contenido no se derramara o se derramara lo menos posible, caso de no estar atentos al hervido, algo que con cierta frecuencia le ocurría a mi madre, por lo general ocupada en quehaceres varios.

El humeante sonido de la leche caída sobre la chapa de la vieja cocina de carbón y el olor a quemado sobresaltaban hasta tal extremo a mi madre que llegaba a impactarme el sofoco que asomaba a su rostro cuando acudía presurosa para apartar el hervidor del fuego. No reparaba yo en ese tiempo que me faltaban sus vivencias como hija de una familia obrera y numerosa en los años de la guerra. Posiblemente de ahí le viniera aquella especie de sobresalto histórico, al tener muy asumido el de veinte años atrás, cuando era mayor el valor de pérdida de un vaso de leche derramada en la chapa de la cocina.

Comenta Macrino, con relación al anuncio publicitario que origina este artículo, que durante su niñez en un barrio proletario de la entonces industriosa villa de Gijón, repartía la leche una mujer que, cuando se enteraba del nacimiento de un niño o niña en una de las familias a las que llevaba su preciado producto, siempre regalaba a la madre un lote consistente en un litro de leche diario durante un mes, una libra de chocolate y una botella de jerezquina. También especifica que aunque ahora sabemos que el tal vino no tenía efectos reconstituyentes y se diera incluso  a los niños antes de comer al objeto de despertar su apetito, la amabilidad de la lechera era todo un ejemplo de solidaridad entre mujeres.

A propósito de esta anécdota y su significado solidario, he recordado que algo así ocurría con el matrimonio de ancianos que vivía en el piso inferior al nuestro. La decisión tomada a final de la guerra por el marido de dejar de trabajar para Franco, al que llamaba Fumicio, hizo que la pareja sobreviviera casi de la caridad de amigos y vecinos. Era frecuente que cuando mi padre y yo regresábamos de El Musel, después de prolongadas jornadas de pesca, con la cesta bien cargada (parece mentira lo productivas que eran en aquel entonces las aguas del puerto exterior), mi madre obsequiara a Lucrecia, la esposa de Ramón Lavilla, hijo del pintor gijonés Nemesio Lavilla, con una parte de la abundante cosecha.

También ocurría a veces, cuando Lucrecia se sentía más afectada por el frío invernal que se colaba por los deteriorados balcones de su vivienda, sin más calor que el de las cajas de madera de deshecho que traía su marido del vecino mercado, que mi madre se aprestara a bajarle un caldo de pita caliente con un huevo escalfado. La calmosa pulcritud con la que aquella mujer delgada en extremo, de rostro muy pálido, cabello muy blanco y ojos muy claros bebía el caldo y se abrazaba en silencio a mi madre, después de sentirse tonificada, es algo que sólo presencié una vez y me acompañó toda la vida.

En aquella casa, sin embargo, a pesar de las penurias en que vivían sus inquilinos, nunca se escuchó una voz más alta que otra. La más alta era, en todo caso, la de Ramón cuando con los torpes pasos de sus años y debilitada estatura, el rostro huesudo a medio afeitar y la boina negra calada en la cabeza hasta casi tapar sus oscuras y pobladas cejas, subía más cargado de lo habitual las viejas escaleras de madera con alguna generosa dádiva extra: "¡Queca, Navidades"!, gritaba en esos casos una o varias veces antes de llegar a su piso.

La afabilidad de Lucrecia con su marido, abriendo la puerta para recibirlo y echarle una mano en los últimos peldaños, era la misma siempre, fuera o no extra lo que trajera el hombre. La permanente afabilidad era el rasgo fundamental de aquel matrimonio, por encima de todas las adversidades que la obstinada actitud política del anciano mantuvo hasta el final de sus días. Supe de su muerte un día de invierno muy desapacible en el que sonaba el viento y la lluvia con fuerza en la gran lucerna que daba luz a los últimos pisos del edificio, por encima de los desvanes.

La noche siguiente al entierro de Ramón, cuando Lucrecia se quedó sola en aquella vivienda sin apenas muebles, más desolada que nunca, no le faltó la compañía de mi madre, una pequeña estufa eléctrica y el caldo de pita con un huevo escalfado* que tanta gratitud despertaba en la anciana. Su existencia no tardó mucho en apagarse, como si con la ausencia de la voz de Ramón, llamando Navidades a aquella estrecha sobrevivencia en la ancianidad, hubiera llevado a la mujer a cerrar tras él las puertas a la vida.

*Me acabo de enterar de que entre los platos de la moderna cocina asturiana hay uno que rememora aquel caldo de pita esencial con la literatura propia de la pijotería gastronómica al uso y abuso: "Caldo de pita con yema curada y crujientes de turrón de maíz".

DdA, XX/5.563

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