lunes, 15 de enero de 2024

LA ESPAÑA DE "UN NIÑO SIN DIOS ES UN BICHO COMO OTRO CUALQUIERA"



Félix Población

En su afán por difundir sus consultas de hemeroteca para documentar lo que ha dado en llamar La España de nuestras tatarabuelas, aportó mi estimado Macrino Fernández Riera días atrás en las redes sociales este recorte de la prensa conservadora decimonónica respecto a la escuela laica, haciendo constar previamente, de modo introductorio, el inicio de dos artículos del concordato de 1851 entre el Estado español y la iglesia católica, vigente hasta la proclamación de la segunda República en 1931. Bien puede servir de antecedente para documentar lo arraigado que tiene la citada institución sus privilegios hasta nuestros días. 

Los dos primeros artículos de ese concordato empiezan así:   Art. 1º. La religión católica apostólica romana, que con exclusión de cualquier otro culto continúa siendo la única de la Nación española... Art. 2º. En su consecuencia, la instrucción de las universidades, colegios, seminarios y escuelas públicas o privadas de cualquier clase será en todo conforme a la doctrina de la misma religión católica... El documento se aprobó durante la llamada década moderada, que ya en 1845 hizo lo propio con la Ley de Donación de Culto y Clero, consistente en restituir a la iglesia católica los bienes desamortizados y no vendidos en el periodo anterior (desamortización de Mendizábal). Firmado con el papa Pío IX, el Estado español reconocía en este concordato, crucial para el devenir de la historia de nuestro país, a la iglesia católica como confesión religiosa única, así como su derecho a la posesión de bienes.

Se puede decir que mediante este acuerdo, la iglesia católica en España recupera buena parte del poder social e ideológico que había perdido durante  la Revolución Liberal. Mediante la obligación de que el Estado "deba mantener el culto y sus ministros", se alteraba lo que la Constitución de 1837 suscribía con un carácter menos confesional pero igualmente provechoso para la institución: "La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la Religión Católica que profesan los españoles".

En el texto impreso que ilustra este artículo, correspondiente a La hormiga de oro, una publicación que hoy denominaríamos ultracatólica -editada en Barcelona y escrita en castellano entre 1884 y 1936-,  se alude a Miguel Morayta y a Ramón Chíes, dado que uno de los principales objetivos de esta revista era enfrentarse a lo que llamaban sus devotos promotores y lectores el peligro masónico, y denunciar también desde sus páginas a los católicos tibios. 

Miguel Morayta y Sagrario (1834-1917), periodista, catedrático, historiador y político republicano,  fue una de las personalidades más notables de la masonería española. Es autor, entre otras obras, de una monumental Historia general de España, desde los tiempos antehistóricos hasta nuestros días, editada en nueve volúmenes entre 1893 y 1898. Tuve oportunidad de consultar bastante a fondo alguno de los volúmenes, hace unos cuantos años, y puedo asegurar que se trata de una obra con perspectiva republicana llevada a cabo con indudable laboriosidad y sabiduría de criterio.

La animadversión hacia Morayta por parte de la jerarquía y el clero católicos, así como de los partidos políticos más conservadoras, registra un episodio significativo con motivo del acto inaugural del curso 1884-1885 en la Universidad Central de Madrid. El discurso del catedrático republicano puso en cuestión la fiabilidad histórica de la Biblia y defendió también la libertad de cátedra, ante la repulsa del ministro Alejandro Pidal y Mon, que puso límite en su réplica a esa libertad "dentro de las leyes y la órbita que señala a la enseñanza la Constitución de la monarquía católica". Fueron varios los obispos que condenaron el discurso, al tiempo que el liberalismo, la masonería y la escuelas laicas. La mayoría de los alumnos universitarios respaldaron a Morayta y sus protestas dieron lugar a una rigurosa represión en las calles por parte de las fuerzas de orden público.

El burgalés Ramón Chíes (1846-1893), fue un activo orador republicano y federalista, que fundó y dirigió con Fernando Lozano Montes (1844-1935, Demófilo) el semanario Las dominicales del librepensamiento (1883-1909), una publicación en la que que fueron bastante habituales las firmas de las mujeres más progresistas de la época y cuya cabecera responde a la réplica que se quería dar y se dio desde el librepensamiento a las prédicas en extremo reaccionarias que se impartían los domingos desde los púlpitos de las iglesias. En sus últimos años, Ramón Chíes fue concejal del Ayuntamiento de Madrid, desde donde abogó por la jornada de ocho horas para los trabajadores. Se dice que a su entierro acudieron 8.000 personas y que el monumento funerario levantado en memoria en el cementerio civil se hizo por suscripción popular.

Tanto las autoridades entonces vigentes como la iglesia católica sometieron a Las Dominicales a un pertinaz hostigamiento a base de ataques varios y denuncias múltiples. Eso no impidió que el semanario se publicara sin interrupción hasta el verano de 1900, con una tirada que en el mes de julio de ese año llegó a los 25000 ejemplares, si bien esa semana Las Dominicales salió a la calle después de que los últimos cinco números hubieran sido secuestrados, algo que debió de aumentar las expectativas de sus lectores. Por este motivo, el periódico publicó una breve nota en la que subraya los perjuicios económicos que el centenar de procesos sufridos hasta entonces ocasionaron a la publicación. Bajo el titular Nuestro Calvario, se dice en la tercera página:

Los cinco últimos números de Las Dominicales han sido secuestrados; cuatro de ellos por denuncia; el último por equivocación, puesto que no ha sido denunciado. Amén de ello, el gobernador de Madrid nos ha multado pretextando una nimiedad, el haberse enviado o no a tiempo los números que se entregan en el gobierno civil. Era inútil, por tanto, imprimir el periódico en esas condiciones [...] Suman muchos miles de duros los daños y perjuicios que estos abusos del poder llevan producidos a nuestro periódico. Del centenar de procesos que se nos habrá formado, sólo de ocho años acá, no han prosperado más que dos o tres. En los demás, los gobiernos han procedido injustamente; pero nadie nos ha indemnizado de los daños causados por las injustas denuncias, acompañadas casi siempre de secuestro. Recuérdese aquel período de tres años, en que todas las semanas era el número denunciado a instancia de los Padres de familia, árbitros de los Tribunales. Vinieron después las furiosas persecuciones de los tres años de guerra. Y terminóse aquel Calvario con la pesadumbre de los siete meses de censura militar...3

Quienes hemos frecuentado la lectura de este periódico para leer, entre otras, las colaboraciones de Rosario de Acuña, que junto a otras mujeres avanzadas de su tiempo firmó en esas páginas no pocos de sus artículos, poemas y conferencias, pudimos leer que esta escritora publicó como carta de adhesión a Ramón Chíes (28 de diciembre de 1884) al poco de salir a la calle el semanario, en la que exponía sus esperanzas y lo que Las Dominicales podía representar para el porvenir "como el grito primero y el más imposible de ahogar de un pueblo que despierta":

"...me pareció haber soñado cuando terminé de leer Las Dominicales, porque en ellas palpitaba la vida de la libertad, de la justicia, de la fraternidad, no como una abstracción del pensamiento, sino como una realidad viviente, enérgica, activa, llena de promesas de redención y de esperanzas de felicidad. Aquel periódico, extendido ante mis ojos, con aquel lenguaje de sublimes sinceridades; con aquella altivez indómita que se manifestaba en cada una de sus líneas; con aquel entusiasmo arrojado, vehemente, despreciativo de lo convencional, y al mismo tiempo lleno de generosidad y de austeridades, era el grito primero, el más valiente, el más conmovedor y el más imposible de ahogar de un pueblo que despierta, de un pueblo que desperezándose, como el león harto de míseros despojos, lanza los candentes hierros sino logra, con su vigorosa fuerza, romper las cadenas que lo aprisionan."

El semanario tenía su administración en la calle Corredera Baja de Madrid y publicaba en los primeros números, en la cuarta página, una serie de anuncios vinculados con su línea de pensamiento. El primero daba cuenta de la Institución Libre de Enseñanza, consagrada a la educación general, tanto a la primera como a la segunda enseñanza, y "ajena a todo espíritu de partido, religión o escuela determinadas". El segundo hacía referencia a la Sociedad Protectora de Niños, una entidad "cuyo título basta a acreditar su objeto humanitario, recogiendo a los niños abandonados y ofreciéndoles refugio temporal". Finalmente, la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, fundada por el filósofo krausista leonés Fernando de Castro y Pajares (1814-1874), cuyo fin era "elevar y ennoblecer a la mujer española mediante la educación e instrucción".

Pero enfrente iban a tener, el periódico y quienes se empeñaron en proyectar un porvenir de progreso, más justo, culto y libre para el país, la España de cerrado y sacristía que dijo Antonio Machado en uno de sus poemas. Si esa España a finales del siglo XIX era la que públicamente suscribía en la prensa católica que "un niño sin Dios es un bicho como otro cualquiera y un maestro ateo es semejante a cualquier bestia", esa misma España oscurantista, inquisitorial y retrógrada no diferiría en mantener similares creencias antes y después de provocar un golpe militar y una guerra brutal, medio siglo después,  que acabaría con una larga dictadura, de la que la religión católica, única de la nación entonces y a cuyos ministros seguimos sustentando ahora como con el concordato de 1851, fue valedora y cómplice. De ahí venimos, y todavía ese pasado no es historia, por eso conviene recordarlo.

     DdA, XX/5.540    

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