La película Rapito (El rapto) nos cuenta, a través de la mirada laica de Marco Bellocchio, una historia real que tuvo lugar a mediados del siglo XIX en Bolonia.
Carmen Ordóñez
En 1858 Edgardo Mortara, uno de los nueve hijos de una familia judía, fue raptado por orden del Papa Pio IX, internado en un colegio católico y aleccionado para convertirse en un ferviente siervo de la Iglesia. Eran las últimas bocanadas del poder papal ya que los Estados Pontificios se extinguirían doce años después y los hechos representan los últimos zarpazos de una bestia antes de morir.
Bellocchio, además de seguir paso a paso el desarrollo de los acontecimientos, se sumerge en un estudio introspectivo de los personajes que nos llega a través de matices sutiles: Los ojos del niño, unos ojos grandes que sostienen una mirada de estupor, una mirada inocente, que empieza a apuntar un atisbo de desconfianza ante el mundo que le rodea y frente a la intolerancia de la curia.
El cineasta confronta esa mirada limpia del niño frente a la viscosidad del Papa, un personaje que se muestra tan débil como dominante, y siempre inquietante y perverso.
No hay Papa bueno, como no puede serlo el poder absoluto, y cuanto más tiempo se ejerce, aún es peor. Los escasos pontífices que han tenido una actitud regeneradora de la Iglesia han desaparecido prontamente y en algunos casos de manera misteriosa. Los Píos, especialmente los últimos Píos, se llevaron la palma en cuestión de iniquidad y fueron literalmente nefastos. Pío Nono, el protagonista de la infamia que nos cuenta Bellocchio se mantuvo en el poder 32 años y fue el último gobernante de los Estados Pontificios, que desaparecieron como tales durante su mandato.
Bellocchio nos ofrece, en clave onírica, un retrato de las almas de ambos personajes: de un lado, el sueño del niño, movido por la bondad misma; de otro, el del Papa, que surge de su temor a la venganza que sus enemigos pueden tomar sobre él. Sólo una mente enferma puede imaginar en sueños un castigo de estas características del que teme ser víctima.
No es preciso ser un niño judío en los Estados Pontificios y en el siglo XIX para internarse en el drama. Cualquier espectador que haya asistido a una misa en latín, dará un respingo en el asiento al rememorar las frases impostadas, los viejos catecismos y la rigidez del dogma eclesiástico. Con eso basta para identificarse con el desconcierto del pequeño protagonista.
Edgardo es víctima de un lavado de cerebro permanente que acaba convirtiéndolo en un ser ambivalente, que a veces se siente firmemente católico y otras reniega de la religión. Con el paso del tiempo y tras diferentes episodios donde se marca esta dualidad, la actitud del ya joven Edgardo ante el lecho de muerte de su madre es de una fuerza desgarradora, que al espectador se le hace casi insoportable.
El ánimo del muchacho se traduce en las imágenes, a veces brillantes y otras, las más, oscuras.
La película presenta la historia como un relato costumbrista, nos enseña la Roma de entonces con una maestría impecable y los actores -a destacar, la madre, interpretada por Barbara Ronchi y el Papa, por Paolo Pierobon; y también Edgardo niño, Enea Sala- se encuentran a la altura de las circunstancias.
Un estreno reciente que, auguro, estará poco tiempo en la cartelera comercial. No se lo pierdan.
DdA, XX/5.545
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