martes, 14 de noviembre de 2023

ISRAEL NO ES UNA DEMOCRACIA: LA RELIGIÓN DEFINE LA IDENTIDAD DE SUS CIUDADANOS


Ignacio Gutiérrez de Terán

Uno de los argumentos más escuchados estos días en Europa y Estados Unidos en defensa de la brutal campaña militar que está sufriendo la franja de Gaza es que Israel representa los valores occidentales en la región de Oriente Medio. Los portavoces de la extrema derecha europea, reconvertidos en fervorosos defensores del sionismo, suelen referirse a aquella como “valladar” y “baluarte” de los principios básicos del “modo de ser” occidental. Esto es, la defensa de la democracia, la libertad y la igualdad entre todos los ciudadanos. Resulta extraño que personajes como Santiago Abascal aquí o Giorgia Meloni en Italia digan estas cosas, porque Israel representará muchas cosas pero la democracia y la igualdad entre quienes viven en su territorio, precisamente, no. De lo contrario, se permitiría que millones de personas que fueron expulsadas de sus casas pudieran volver a ellas, aunque solo fuera de visita, y también abolirían las leyes lesivas para los palestinos árabes que residen en la Palestina del 48 y no tienen los derechos de los judíos para comprar tierras o solicitar la reagrupación familiar. Eso por no hablar del estado de ocupación flagrante que se aplica sobre los territorios palestinos y la política de asesinatos, detenciones administrativas arbitrarias, la confiscación ilegal de tierras, la demolición de viviendas, la expansión de asentamientos, etc., que el régimen de Tel Aviv lleva practicando desde hace décadas a pesar de las denuncias y declaraciones condenatorias de todo tipo emitidas en su contra.

Israel no es una democracia entre otras razones porque se basa en presupuestos de pertenencia religiosa para definir la identidad de sus ciudadanos. Ya lo ha dicho el primer ministro israelí Benyamin Netanyahu en más de una ocasión: allí está la patria de la nación judía, cuyos miembros disfrutan de derechos en exclusiva, por encima de la legitimidad de los palestinos a reclamar la potestad de vivir en las tierras donde ellos nacieron y sus ancestros han residido durante siglos.

Sin embargo, para numerosos políticos europeos y estadounidenses, Israel representa el único sistema democrático pleno en Oriente Medio y debe disfrutar de un derecho incuestionable de defensa. Tras los ataques de Hamás del 7 de octubre, el apoyo al régimen de Tel Aviv se convirtió en una necesidad, para evitar que triunfara la “barbarie”. Una de las razones de esta particular entente entre la ultra derecha europea y las corrientes sionistas radicales en Israel, además de la búsqueda de legitimación mediática y financiación para su avance sostenido en las elecciones celebradas en los últimos años, reside en el odio profundo al “islam” –así, en abstracto, aunque no sepamos muy bien en qué consiste ese “islam”-, convencidos de que la creciente presencia de inmigrantes musulmanes en una Europa provecta y en desplome demográfico supone la principal amenaza para los valores de tolerancia e igualdad en el continente.

Para estos políticos, “Eurabia” se ha convertido en una realidad, gracias al impulso de las corrientes islamistas en Europa, que desean convertir a todos los europeos en súbditos de una gran república islámica de mujeres veladas, hombres barbudos y leyes contrarias a la diversidad religiosa, sexual o ideológica. Para los promotores del proyecto sionista, ese “islam”, así, en abstracto, constituye su principal enemigo, y precisa de una alianza internacional para combatirlo. Por supuesto, los dirigentes sionistas hacen un uso torticero de esta supuesta amenaza, que cuanto más se concrete en enemigos como Irán, paradigma de ese islam poderoso que se ha conjurado para derribar a occidente, resultará más efectiva.

En realidad, esta identificación de los valores occidentales con la salvaguardia de Israel responde a una visión muy peculiar respecto a la esencia de la historia de Europa en los últimos siglos. Para los palafreneros de este neosionismo europeo, la colonización de la mayor parte del planeta con su corolario de pueblos erradicados de la faz de la tierra, saqueo de riquezas nacionales y la expansión del comercio de esclavos, entre otras lacras, constituyen “gestas”. Nada, pues, de lo que avergonzarse. Las guerras de dominación y exterminio, así como la esclavitud misma, no son inventos de occidente, ni mucho menos; por desgracia, constituyen una práctica habitual de la historia de la humanidad. Pero los europeos las han llevado a cotas insospechadas.

Lo mismo que el cinismo a la hora de abordar sus horribles consecuencias: unas veces las relativizamos, otras las negamos y las más de las veces las justificamos. Como están haciendo numerosos sectores políticos, sociales e intelectuales con el nuevo capítulo de la agresión israelí contra el pueblo palestino, incluidas las justificaciones vergonzantes o el silencio cómplice ante los ataques vandálicos a hospitales, escuelas y edificios de viviendas. Todo vale en nombre del combate contra Hamás y el “yihadismo”, aunque sea a costa de la vida de miles de civiles inocentes –bueno, no hay ningún palestino inocente, que diría más de un ministro y portavoz de los partidos sionistas radicales en Israel-.

Partiendo de estos supuestos no ha de extrañar el apoyo de numerosos estados, instituciones y particulares tanto europeos como estadounidenses al proyecto sionista. La idea misma de la colonización y la expansión de los asentamientos, contra la resistencia –que se tilda de terrorismo en todos los casos- de una población indígena atrasada y “reacia a la modernidad” debe suscitar por fuerza la simpatía de quienes consideran que el colonialismo, a través de prácticas similares a las que viene utilizando Israel desde hace décadas, merece una consideración positiva si es ese occidente tan liberal y avanzado quien lo lleva a cabo. Una labor civilizatoria, un tributo al progreso. Y al desarrollo económico, porque, como han reconocido la propia Meloni y compañeros suyos de ruta, la inserción plena de Israel en el contexto de Oriente Medio deparará grandes beneficios. Como los derivadas del gran plan de infraestructuras marítimas y ferroviarios que los estadounidenses llevan promocionando con entusiasmo para asegurar que Israel se convierta en la principal vía de entrada de gas natural y mercancías procedentes de Asia y el Golfo hacia Europa desde sus enclaves mediterráneos.

Por lo tanto, si cuando conminan a defender a Israel y sus tropelías con los palestinos hacen referencia a ese occidente que hiede y tanto les gusta, el occidente de las colonias, la esclavitud y la destrucción de un sinfín de pueblos y culturas indígenas, son libres de hacerlo. Nosotros nos amparamos en los valores de la igualdad y el respeto de la dignidad humana para denunciar el neocolonialismo israelí y su política sistemática de desposesión y expulsión de los palestinos. Y la verdad, nos importa poco si pueden calificarse de valores occidentales. O de cualquier otro sitio. Nos hallamos, en la medida que se ajustan a la razón, el sentido común y un mínimo de decencia ética, ante valores universales. De eso el régimen de Tel Aviv sabe muy poco. Tan poco como sus valedores incondicionales en Europa, los de siempre y los de última hora. En 2020, Meloni se comprometió a defender el derecho de Israel a existir, “sin la vergonzante ambigüedad de la izquierda”. Resulta evidente que, tres años después, lo está haciendo a conciencia.

El Salto  DdA, XIX/5.497

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