Félix Población
Bien puede decirse, por lo retrasado que ha entrado este otoño, que no lo sentí llegar en la piel hasta hace unos días, al poco de acceder a media mañana a la verde campa sobre la que se asienta la iglesia de San Vicente mártir, elevada sobre un collado al oeste de la pequeña localidad de Colle, vecina a su vez de Llama de Colle. Los dos pueblos, separados tan sólo por la carretera que lleva a Cistierna y Riaño, llevan en su nombre el del riachuelo que baja de Vozmediano y vierte sus aguas en el Porma, y que a su vez da origen a la palabra collado.
Hacía una temperatura agradable, sin duda por el esfuerzo, cuando acabé de subir la rampa que conduce hasta la iglesia y el pequeño cementerio paredaño, pero mientras observaba la edificación, que data en su mayor parte del siglo XVI, con su amplio pórtico de columnas abierto al valle, se fue refrescando el ambiente al soplo de una ligera brisa con aliento de lluvia. Tal como está ubicado el templo, parece lógico pensar que sobre ese solar hubiese existido en tiempos un castillo, según recoge Pedro Alba en su libro Sobre la montaña de Boñar, castillo del que dice este autor del siglo XIX, cura de la vecina localidad de Voznuevo, se conservan algunos vestigios.
En el pórtico de la iglesia, orientado a mediodía para así preservar a los feligreses de las inclemencias del norte a la salida de las ceremonias religiosas, hay cegada con torpeza y mal gusto una portada renacentista de triple arcada, pero la que más interés tiene es la que existe en el interior, visible desde el propio pórtico, de hechura románica, que debió pertenecer por su estilo a un edificio anterior. Consta de dos arcos de medio punto en roscas descendentes, con dos columnas bajo la imposta que muestran sendos capitales tallados con motivos geométricos.
Leo en una información mural que esta iglesia contó con una valiosa talla del siglo XIII de la Virgen de la Sal, por lo que bien podría haber pertenecido al mismo edificio que la portada románica. También que a esa talla se la llamaba popularmente La Meona, por el cerco de humedad que dejaba sobre el mantel. Lo que no se nos dice es el destino que tuvo la valiosa imagen cuya apelativo popular ha sobrevivido al tiempo a pesar de la ausencia de la pieza escultórica.
No tuve oportunidad de ver el interior del templo, que al parecer es de una sola nave dividida en tres tramos: el primero con bóveda vaída y los otros dos con bóveda de cañón con lunetas. La cabecera, se nos dice, está enmarcada por un arco de medio punto y muestra cubierta gótica de bóveda con terceletes. La torre, de poca altura, es cuadrangular y denota una gran solidez.
Pero el patrimonio más valioso de Colle, del que se puede decir que tuve una repentina intuición al buscar una piedra para cascar las cuatro nueces que forman parte de mi avituallamiento ciclista, no está en el edificio eclesial que se nos muestra recortado sobre el collado, sino a flor de tierra. Al buscar la piedra encontré otra menor que me pareció un fósil y que deseché por poco operativa. Ya en casa, la curiosidad me hizo relacionar la paleontología con Colle en una azarosa búsqueda por Google y me topé con la noticia: descubierto a mediados del siglo XIX en un trabajo de campo por el ingeniero de minas y geólogo Casiano de Prado (1797-1866), el yacimiento paleontológico de Colle es uno de los más importantes de la cordillera Cantábrica.
En cuanto me enteré de esta información recordé a mi querido amigo Jordi Civis Llovera, conocedor sin duda del lugar como prestigioso catedrático de Paleontología de la Universidad de Salamanca y director hasta su repentino fallecimiento del Museo Geológico y Minero de Madrid, en donde se encuentran algunos de los más valiosos fósiles hallados en Colle. La primera colección catalogada por Casiano de Prado y el paleontólogo francés Édouard de Verneuil (1805-1873), que se trasladó hasta la montaña leonesa para comprobar el descubrimiento del geólogo español, data de 1850 y en ella se descubrieron hasta once especies de fósiles nuevas.
Por hallarse a la intemperie y al alcance de todo aquel que lo visite, este yacimiento que pertenece a todos, y especialmente al municipio de Boñar, viene sufriendo desde hace décadas un continuado expolio, por lo que se corre el riesgo de que pueda ir perdiendo el valor que para la ciencia y la docencia tuvo en su día. Hace un par de años se celebraron en la villa del Porma una jornadas, en colaboración con la Universidad de León, al objeto de hacer valer y preservar esa riqueza patrimonial. Ignoro con qué resultados.
Como de seguro afirmaría mi recordado amigo, una persona sabia y vocacionalmente entregada a su profesión desde que nos conocimos con poco más de veinte años en un cuartel militar, y también como se sostiene en el vídeo difundido por la Fundación Cerezales con ocasión de las aludidas jornadas divulgativas, los fósiles son las palabras que nos sirven para leer e interpretar la vida más antigua del planeta que habitamos y en cuyo conocimiento y conservación nos va la vida. No se puede permitir que sean robadas a la ciencia porque sería tanto como anular aquellos puntos de luz que contribuyen a despejar las arcanas incógnitas de ese tiempo inmemorial.
Esos restos orgánicos que quedaron petrificados mediante procesos químicos y geológicos nos han servido nada menos que para evidenciar la existencia del proceso evolutivo. "Los fósiles nos permiten conocer, aunque sea de forma imperfecta, la secuencia temporal de cambios que sufrió la fauna y la flora en un determinado territorio", leo en el libro que me regaló Jordi para distraerme de un tediosa guardia como artillero de costa en el monte Hacho de Ceuta.
DdA, XIX/5.470
2 comentarios:
¡Qué bonito y qué interesante! Por los fósiles de la fotografía podemos pensar que allí hubo antes un mar con caracolas, peces y sal, como la de la Virgen ausente. Quién le iba a decir a aquel caracolillo que alguien del futuro lejano iba a probar a partir nueces con su concha petrificada...
No hay pueblos sin historia, si se les busca entrañablemente.
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