viernes, 15 de septiembre de 2023

UNA IMAGEN TEMPRANA DEL MERCADO DEL SUR, DONDE VENDÍAN ARENA DE FREGAR



Félix Población

Esta vieja y nítida fotografía, perteneciente al profuso y valioso fondo del Museo del Pueblo de Asturias, está tomada (desconozco el autor) casi desde el mismo emplazamiento donde ya por esos años primeros del siglo XX se encontraba el portal del edificio en el que pasaron a residir mis abuelos paternos, calculo que a finales de los años veinte. 

Procedentes de la localidad avilesina de Villalegre, en la que nació y se cri0 mi padre, fue en esa vieja vivienda donde fallecieron los dos y también donde discurrió mi niñez y adolescencia, después del regreso de mis padres a Asturias desde Valencia, ciudad a la que había sido desterrado mi progenitor al final de la guerra. La llegada de mis abuelos a ese modesto piso abuhardillado debió de coincidir más o menos con el proyecto del edificio regionalista de Correos, que data de 1928, y que no aparece en el fondo de la fotografía, donde se puede ver la arbolada Plaza del 6 de Agosto tal como era antes de la construcción de ese edificio, con la escultura de Jovellanos presidiéndola -como ahora-, si bien con la mirada dirigida hacia la ciudad vieja en la que está su casa, hoy museo.

Teniendo en cuenta que el llamado Mercado del Sur, obra de los arquitectos Mariano Medarde y Buenaventura Junquera, cuya imagen aparece parcialmente en el primer plano de la imagen, se construyó entre 1898 y 1899, la fotografía puede datar de los primeros años del pasado siglo, por lo que quizá sea una de las pocas instantáneas que nos muestran de cerca esa interesante obra de la arquitectura del hierro en los comienzos de su actividad comercial.

Para quienes conocimos lo que nuestras madres llamaban La Plaza en su largo periodo de abandono exterior, con sus muros sucios, despintados y desconchados, bastante tiempo antes de su tardía y magnífica restauración, la flamante imagen original de este edificio, resaltada por la calidad de la imagen, resulta muy llamativa. Lo es, sobre todo, para quienes frecuentamos de chavales algunos decenios después ese mismo escenario, en el que aparecen dos adolescentes que observan con curiosidad al fotógrafo, sin que apreciemos en la instantánea un sólo vehículo circulando a sangre o a motor por la calzada. actualmente peatonal.  

Algo más de medio siglo más tarde, mi niñez se inició como transeúnte libre de la mano tutelar de padres o abuelos cruzando precisamente esa misma calle, que llevaba el nombre del general felón Antonio Aranda, el que traicionó como coronel al gobierno republicano en Oviedo y se unió al golpe militar. El motivo de esa iniciación peatonal fue cumplir con uno de los primeros recados que se me encargó hacer con muy pocos años. Consistía en adquirir arena de fregar en uno de los despachos de ultramarinos del mercado, sito en el pasillo de la izquierda según se entraba por esa misma puerta, y que creo regentaba una tal doña Enriqueta que personalmente me parecía viejísima. 

Como estaba algo sorda, recuerdo que le pedía la arena varias veces, pues mi desbordante timidez me impedía en principio levantar la voz todo lo que requería aquella señora. Me parece que la arena se vendía a granel, previo pesaje en la báscula que había sobre el mostrador, y que antes de distinguir el género al tacto me parecía incomprensible que se comprara la arena con toda la que había en la playa, hasta que alguien debió percatarse de mi confusión y al observarla y tocarla percibí la diferencia.

Además de para limpiar pisos y escaleras, la arena de fregar se empleaba sobre todo en aquel tiempo como abrasivo para dejar la chapa de la cocina de carbón en estado de revista. Para ello era imprescindible el empeño que ponía mi madre en una tenaz, prolongada y aplicada frotación, en la que parecía volcar más que la fuerza de sus brazos la de todo su cuerpo. Solía hacerlo con un estropajo y un poco de vinagre para quitar la grasa, por lo que expandía un olor ácido bastante desagradable, sobre todo porque la limpieza la realizaba después de la comida de mediodía, alterando drásticamente la apetitosa atmósfera culinaria que se respiraba previamente. 

Pero si por algo destacaba ese cotidiano trabajo doméstico de mi madre era porque al sonido un tanto áspero y un punto grimoso del estropajo húmedo untado en la arena y el vinagre sobre la plancha de la cocina se unía la voz materna cantando cuplés y boleros, como si ese estímulo musical le sirviera para poner más brío en la tarea. Al margen de esa circunstancia era muy raro escucharla cantar, como no fuera en algún señalado evento festivo, por lo que no pocas veces presté atención a las letras de la canciones, tanta como para saberme algunas de memoria. 

La verdad es que no sé por qué esa puerta del Mercado del Sur me llevó a recordar los primeros recados que hice de niño. Supongo que al verla y apreciar la imagen de un religioso al lado de un chaval en el mismo lugar por el que yo accedía, debí de reparar  en la que hubiese ofrecido yo mismo de recadero si una cámara hubiese registrado el momento, entrando presuroso a que me llenaran la bolsita que me daba mi madre de aquella arenisca arcillosa de color blanco que creo se llamaba asperón, con la que las trabajadas manos de mi madre movían la voz de su canto para contar historias de amor. Quizá la razón de mi recuerdo esté precisamente en evocar esto último.
 
     DdA, XIX/5.445     

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