Félix Población
Nos criamos en la misma villa, fuimos niños y adolescentes de la mar, tan unida a la vida cotidiana de entonces entre la chavalería, y llegamos al teatro casi a la misma edad, cuando en mi caso dejé de ser socio infantil del Sporting -otro de nuestros referentes emocionales de niñez- y pasé a frecuentar la corta temporada teatral veraniega del Jovellanos.
Lo mío ocurrió después de ver Los intereses creados, con Manuel Dicenta en las tablas. Al día siguiente estaba buscando amigos para juntarnos en el Ateneo y formar La Máscara juvenil. A los pocos meses estábamos montando Sacrilegio, de Valle Inclán, y Aceite, de Eugene O'Neill, primero con Joaquín Fuertes de director y después con Jesús Urrutia. Eladio de Pablo lo puede contar, que siguió ese camino y se jubiló siendo director de la Escuela de Arte Dramático de Asturias. Y también Boni Díaz, que investigó el teatro independiente asturiano.
Jesús Cracio se juntó más tarde al grupo, cuando yo ya me había ido porque, por mucho que me sedujera el veneno del teatro, mi otro veneno era el periodismo desde que me interesó de guaje el ABC como libro/periódico, y por eso me fui a Madrid, que era donde se estudiaba, acabando por hacer bastantes años después crítica teatral.
Cracio apuró el tósigo teatral hasta formar parte de su vida, también en Madrid, donde después de trabajar como actor en pantallas y escenarios (había una revista con esa cabecera), una bruja cubana le descubrió precisamente mal de escenario, esto es, miedo escénico, y trocó su pasión de actor por la de director, previo aprendizaje con los más nombrados. Los dos frecuentábamos entonces los mismos ambientes teatrales, pero creo que nunca coincidimos.
Por lo dicho y porque toda persona que como Jesús Cracio es capaz de entregarse a su vocación según hizo, merece su trayectoria profesional mi mayor respeto, sobre todo después de haberle escuchado hacer memoria en el vídeo que motiva este artículo. Una vida teatral como la suya, en la que el miedo escénico cercenó su pasión por la interpretación, debería ser puesta en pie por quien lo ha experimentado. Sería un modo de participar al público, desde esa singular vivencia personal, lo que el veneno del teatro da de sí cuando se echa la vista atrás después de haberlo apurado hasta las heces.
Escenificar el miedo escénico cuando se ama tanto el teatro no es tarea fácil, pero me parece innegable su atractivo dramático porque, que yo sepa, no conozco un libreto que lo haya intentado.
DdA, XIX/5.437
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