Félix Población
Lo que aquí leemos debería presidir el cotidiano quehacer no sólo de nuestros educadores sino de aquellos que desde los departamentos ministeriales o las consejerías de educación de los gobiernos autonómicos tienen como responsabilidad la de que la lengua española sea estudiada y admirada por sus usuarios como se merece. Se trata de una de las lenguas más habladas en el planeta y, también, una de las más brillantes por su incuestionable patrimonio literario.
Es muy de lamentar que buena parte de la ciudadanía de este país no haya leído El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y que, incluso, haya perdido la idea que cumplió mi padre, antes de fallecer, de no irse de este mundo sin leer la obra de Miguel de Cervantes. Lo estoy viendo, ya enfermo, pasar una a una las páginas del libro como si así quisiera cumplir lo que su maestro don Amadeo le inculcó en los lejanos años de su niñez en Villalegre (Avilés): leer El Quijote al menos una vez en la vida.
Leerlo y disfrutar de esas 22.939 palabras diferentes que lo conforman y fueron estampadas por primera vez en la imprenta de Juan de la Cuesta hace más de cuatrocientos años. Recuerdo que, después de haber leído la extraordinaria novela de Cervantes por primera vez -con el gusto que me procuró hacerlo de la mano del ensayo de Miguel de Unamuno Vida de don Quijote y Sancho-, me propuse y llevé adelante una segunda lectura años más tarde en la que fui anotando no sólo el léxico que me pareció más interesante empleado por el autor sino alguna formas de expresión y frases que me resultaron atrayentes o curiosas. En algún lugar deben de estar esas notas, con las que a veces solía ejemplificar lo divertida y nutricia que podía ser la lectura del libro para el conocimiento de nuestro idioma.
La riqueza de léxico que aporta la literatura es algo incuestionable y abona ya sólo por sí misma la necesidad de que esa materia sea imprescindible como herramienta de cultura y comunicación. Debería ser motivo de alarma social la depauperación léxica que caracteriza a las más jóvenes generaciones, cuya bagaje hablado habitual no pasa de las 300 palabras, de las que hay que excluir por sobrantes o como meras muletillas de expresión unas cuantas que no pasan de ser tacos más o menos groseros, con el uso añadido habitual, en evitación del lenguaje oral, de los emoticones propios de la comunicación a través de las ya no tan nuevas tecnologías y el uso abusivo de las herramientas audiovisuales.
Todo esto está influyendo decisiva y negativamente en una cada vez mayor falta de comprensión e interpretación de la lectura, reiteradamente expuesta por los expertos, con lo que esto comporta de reducción mental para la capacidad crítica, algo fundamental para que el proceso educativo sea satisfactorio. ¿Hasta qué punto nos seguiremos deslizando por esta pendiente sin fondo que nos está dejando sin palabras tanto para el conocimiento de lo que somos como de la realidad que estamos viviendo?
Cuando Miguel de Cervantes escribió su obra más universal, el 90 por ciento de la población campesina era analfabeta, por lo que no podía tener acceso al texto. Hoy, muy lejos de aquella circunstancia, sólo uno de cada cinco españoles ha leído por entero el libro del ingenioso hidalgo, lo que representa poco más del 21 por ciento de la población. De nada están sirviendo esas lecturas públicas protocolarias que se celebran cada 23 de abril y que únicamente están sirviendo para maquillar oficialmente una obra a la que la mayoría de la población da la espalda.
Quizá, más que esas lecturas escénicas en la voz de los afamados de turno, lo que nos faltan son maestros como aquel don Amadeo que se paseaba por los pasillos de la depauperado aula de una escuela rural asturiana haciendo hincapié en la importancia de la sobresaliente obra cervantina. Hay que tener en cuenta que hasta cuatro reales órdenes se decretaron entre 1905 y 1920 para que El Quijote fuera lectura obligatoria en las escuelas, dado que ya por entonces se había constatado el desconocimiento general de dicha obra. La orden de 1912 especifica la inclusión todos los días en las enseñanzas de los maestros y maestras de "una dedicada a leer y explicar brevemente trozos de las obras cervantinas más al alcance de los escolares", con el encargo a la Real Academia de la Lengua de sendas ediciones del Quijote, "una de carácter popular y escolar, y otra crítica y erudita".
Algo tuvo que sembrar aquel don Amadeo en las mentes de sus pequeños alumnos para que nada menos que siete décadas después un anciano octogenario reparase posiblemente en las palabras de su maestro, cuando empezaba a ser consciente de que la vida se les estaba yendo y era aún tiempo de que la lectura de las aventuras de Alonso Quijano no quedara al final de su existencia como un asunto pendiente.
Ese es el valor máximo que ahora tiene para mí el viejo ejemplar amarillento muy manoseado de la modesta y magnífica edición de la colección Austral que compré un día de mi adolescencia, junto a otro de Vida de don Quijote y Sancho, en una librería gijonesa de la calle Corrida que llevaba precisamente el nombre de Cervantes.
DdA, XIX/5.381
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