Pedro Luis Angosto
Es un barrio de Alicante,
situado tras la estación de ferrocarril, pero podría estar en Murcia, Barcelona
o Sevilla. Las diferencias son sólo nominales. Todavía quedan casas
unifamiliares construidas en lo que hasta los años cincuenta fue huerta, casas
con una puerta central y una ventana a cada lado, con un pasillo, que va a dar
a un patio trasero, en torno al cual se distribuían las habitaciones. Son
pocas, pero subsisten al lado de los edificios de muchas plantas construidos al
calor del desarrollismo franquista sin modificar el trazado de las calles, que
siguen siendo muy estrechas, más todavía que cuando todo eran casas de planta
baja y la gente salía a tomar la fresca como si la calle fuese una extensión
más de su morada. Hoy no hay nadie, no sale nadie, el viejo barrio construido
por los emigrantes sin planificación alguna, sin servicios, sin verde, sigue
con las mismas carencias, con la misma fealdad, como si los cuarenta y tantos
años de democracia no hubiesen pasado por aquí.
Las vías del tren continúan
separando el barrio de los que tiene al otro lado, el parque central prometido
desde hace treinta años no existe, como no existe ningún parque central en
Alicante. De vez en cuando asfaltan y pintan rallas en el asfalto, encienden
las luces todas las noches y recogen las basuras, aunque todo esté lleno de
basura el día entero, y no por culpa de los trabajadores de la limpieza a
quienes debemos gratitud eterna. Las personas que antes acudían a la asociación
de vecinos, a los círculos culturales, a los sindicatos, incluso a las sedes de
los partidos, se han hecho mayores, son jubilados de mil euros para abajo.
Pasean por las calles con los achaques de los años y de las jornadas laborales
sin límite. Hay poco donde entretenerse, una pequeña biblioteca de horario muy
reducido a la que acuden algunos niños por cosa de los deberes y algunos viejos
por el periódico, ajenos a la vida digital. Por no quedar, ya apenas quedan
bancos y hay que desplazarse al centro si quieres hacer una operación de modo
analógico. El bar de la esquina es mucho más cutre de lo que era, bebidas
embotelladas y patatas fritas. Los otros, son de mantel y cubierto, difícil
tomar un chato y un pincho de lo que sea.
Las personas que antes acudían
a la asociación de vecinos, a los círculos culturales, a los sindicatos,
incluso a las sedes de los partidos, se han hecho mayores, son jubilados de mil
euros para abajo
Hay niños y jóvenes, sobre
todo musulmanes e hispanos, también del Este. Viven entre ellos, sin apenas más
relación con los autóctonos que la del servicio doméstico. Los padres quieren
para ellos lo mejor e intentan llevarlos a los colegios de curas concertados
donde creen que podrán progresar al conocer a gente de bien. Salesianos,
maristas y jesuitas construyeron hace unos lustros colegios enormes en la
periferia del barrio gracias a las subvenciones públicas, allí donde han
crecido urbanizaciones nuevas para gente que se piensan clase media o clase
media alta. Son otro gueto, el de los hipotecados con ingresos de alrededor de
cinco mil euros por pareja. Allí, los de fuera sólo acuden para limpiar la
casa, cocinar o cuidar viejos y niños. Ni el municipio ni la autonomía
construye nuevas escuelas públicas en la zona, eso es cosa de curas.
Adolescentes y jóvenes salen, gustan de ir al centro, pero también merodean por
el barrio, por los rincones más escondidos, como siempre. Al parecer, lo digo
por los restos que dejan, beben menos alcohol y muchas más bebidas energéticas.
No tienen el más mínimo interés por la cosa pública, ni por las mejoras de que
sería susceptible el barrio -hay excepciones encomiables-, pero muchos de ellos
llevan una pulserita verde y otra roji-gualda, y participan con entusiasmo en
las fiestas populares, las del barrio, las de la ciudad, incluso algunos llevan
flores a la patrona ataviados con el traje regional. Se desprecian, perdidos en
el caos de las redes sociales, y se adoran. Aunque subsisten los bazares y
restaurantes chinos, el barrio se ha llenado de gimnasios, de tiendas donde
arreglan uñas o las disimulan con plásticos adaptados a las condiciones de cada
cual, hay clínicas de masajes y para modelar la figura, para la depilación y
para el drenaje linfático. De las cinco imprentas artesanales que había sólo
queda una, como también han desaparecido las tahonas y los talleres del metal.
No hay dinero, pero el que hay, lo que se puede rascar de donde sea, se emplea
en el culto al cuerpo, en parecerse al tiktoker, instagramer o influencer que
han elegido como su dios personal, un dios que marca su vida cotidiana y que
poco a poco, sin prisas, ha ido moldeando su mente y su costumbre de manera
difícilmente modificable.
El triunfo de la antipolítica
El barrio lleva más de siete
meses levantado en su parte central. Iniciaron en septiembre pasado una
remodelación -casi siempre consisten en arrancar árboles y echar cemento- que
la empresa adjudicataria abandonó en noviembre sin que el Ayuntamiento haya
hecho nada para subsanar el problema. Zanjas, cercas, jardines destrozados. Así
han pasado siete meses. No hay asociación de vecinos, o si la hay no acude
nadie a sus reuniones, los viejos tienen bastante con ir al ambulatorio, los
jóvenes con mirar el móvil. Han desaparecido los locales, los lugares de
socialización, cada cual lleva su vida y su miseria como puede, imposible
juntarse para hacer una propuesta u organizar una protesta. Todos están
ocupados, todos tienen algo que hacer, algo que vender. A nadie preocupa lo que
es de todos, no mucho más su presente ni su futuro. Tan poco que a veces un
grupo pequeño de vecinos arborífobos han sido capaces de obtener varios
centenares de firmas para solicitar al Ayuntamiento la corta de los pocos
árboles que hay en el barrio porque según los promotores sus hojas ensucian las
aceras.
Es quizá la peor enfermedad
que puede padecer un individuo, una colectividad, una sociedad, porque es dar
por perdida la vida, admitir que todo irremediablemente irá a peor
En alguna farola, en alguna
pared desvencijada aparece de vez en cuando un cartel de la Juventud Comunista
o de la CNT. Son buenos chicos, se reúnen en pequeño comité para ver cómo será
la revolución, para intentar acabar con la apatía social. Pero eso, son muy
pocos y la gente está mucho más pendiente de lo último de Bizarrap, de cubrirse
con la capucha, de mostrar sus biceps. Son muchos los opinadores como yo que
aseguran que la pandemia ha dejado una terrible huella sobre la juventud, no lo
niego, pero no creo que sea la huella más profunda, sino que ésta es la que se
viene inoculando desde las redes sociales y desde la desconfianza más absoluta
en el porvenir. Están rotos sus lazos con las ideologías liberadoras, las
progresistas, ven como gente de otro planeta a sus dirigentes; empero, se
sienten más próximos a quienes defienden la mano dura, el palo, la represión,
sin saber que ellos van a ser las primeras víctimas.
En la hora decisiva
El barrio, vivo otras veces
por el impulso de la emigración, por la juventud de los migrantes, languidece
como si sus habitantes, que antes llenaban las asociaciones de vecinos, las
sedes de partidos y sindicatos, que acudían a aplaudir a rabiar a los poetas,
que eran capaces de protestar, hubiesen asumido que nada tiene remedio. Es
quizá la peor enfermedad que puede padecer un individuo, una colectividad, una
sociedad, porque es dar por perdida la vida, admitir que todo irremediablemente
irá a peor sin que haya instrumento o acción humana capaz de impedirlo. Y ese
muro cada vez más compacto e impenetrable es el que hay que romper: Hay que
encontrar la manera de hacer que quienes han optado por el individualismo más
feroz y destructivo, por el sálvese quien pueda y como pueda, se sientan
llamados a la defensa del interés general, concernidos por la esperanza de
edificar un mundo más justo, libre y duradero.
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