martes, 9 de mayo de 2023

UN PUESTO DE HELADOS A LAS PUERTAS DE AUSCHWITZ


Carmen Ordoñez

Leo con estupor una noticia, si es que así puede llamarse, sobre la indignación que ha despertado en Polonia el emplazamiento de un puesto de helados y una letrina a las puertas del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, con las consiguientes protestas de los portavoces del Museo y de la Fundación que lo sostiene.

Inmediatamente la memoria me retrotrae a la visita que hice, hace ahora exactamente 50 años, a estas instalaciones y las sensaciones que ello provocó en todos los que aquel día nos adentramos en ese túnel del horror.

Desde entonces he visto innumerables documentales y películas, ya que la filmografía sobre el Holocausto es abundante -la primera que expuso los hechos en 1947 es La última etapa (Mujeres heroicas), de nacionalidad polaca. En España no llegó a estrenarse, naturalmente- y puedo asegurar que ninguna de ellas, ni La decisión de Sophie o La lista de Schlinder, ampliamente difundidas y visualizadas, ni la serie televisiva Holocausto, ni siquiera Shoah, que resulta de un realismo espeluznante, me han impresionado tanto como mi visita a Auschwitz con un grupo de compañeros de la Facultad en 1973.

La Polonia de Gierek -antes de que Wojtyla fuera Papa y antes que Lech Walesa diera que hablar- era tímidamente aperturista pero conservaba una fuerte influencia del régimen soviético, una impronta que se hacía sentir en la calle. Empezaba a fomentarse el turismo pero los paquetes en venta eran muy básicos: Incluían Varsovia, Katowice, la Cracovia de Copérnico, el Santuario de la Virgen Negra y por último, como si fuera un compromiso adquirido, el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. El afán de divulgación por parte de las autoridades era entonces prioritario. Hoy lo que impera es la degradación, por lo visto.

La visita comenzaba en una pequeña sala de cine situada a la entrada del complejo donde se proyectaba el documental que grabaron los soldados soviéticos que liberaron el campo. Allí se daba cumplida explicación, casi a modo de aviso a navegantes, de lo que íbamos a ver.

La guía era una mujer de unos cincuenta años que había estado internada en el campo en su adolescencia. Su presencia por sí sola imponía un silencioso respeto y todos seguíamos sus explicaciones con atención: Visitamos los barracones donde se hacinaban los presos, vimos sus catres y sus jergones de paja, así como el almacén donde se recogían sus pertenencias. Recuerdo el escalofrío que me recorrió ante un cajón enorme repleto de gafas, sobrecogedores los detalles como éste, el de los objetos requisados a la llegada, amontonados según su especie y procedentes de miles de maletas, aquí gafas, aquí carteras, aquí las dentaduras, con sus piezas de oro separadas, y allá la ropa infantil. Todo meticulosamente seleccionado.

Porque el exterminio se ejecutaba con minuciosidad.

Recuerdo, en la sala de banderas, lo orgullosa que me sentí al ver la tricolor. Recuerdo que la guía nos señaló el espacio que ocupaban los españoles en un enorme mural con las fotos de todos los que allá fueron a parar. Recuerdo que nos contaron algo que generalmente se olvida, y es que en los barracones destinados a las mujeres había un alto porcentaje que se encontraban allí por su condición de gitanas.

Recuerdo perfectamente la narración del último trayecto: cómo nos llevaron al departamento de las "duchas" donde los internos eran gaseados con Zyklon B y finalmente pudimos ver los hornos crematorios.

Nada novedoso para nosotros a día de hoy pero verdaderamente impactante para el españolito de a pie en los setenta, cuando no habíamos visto tantas películas y holocausto era una palabra que quedaba relegada a los asuntos bíblicos o a las guerras de religión. Cuando entramos allí éramos tan ignorantes como ingenuos; cuando salimos de allí, con naúseas la mayoría de nosotros y algunos vomitando literalmente, habíamos perdido del todo la inocencia.

La entrada al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau es la viva imagen de las puertas del infierno y así lo habría interpretado Dante: De un lado, los raíles por donde llegaban los trenes; del otro, el enorme portalón de dos hojas de hierro con la leyenda ARBEIT MATCH FREI (El trabajo nos hace libres).

Y hoy, a pocos metros de esas puertas, uno puede tomarse un helado al terminar la visita. Y muchos lo harán, porque si no, nadie se habría molestado en instalarlo.

     DdA, XIX/5.346     

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Leo este texto y termino con ganas de llorar, también de vomitar, todo lo cual es incompatible con comerme un helado

Anónimo dijo...

Enhorabuena Carmen

Anónimo dijo...

No soy anónima, soy CAYETANA Galbete

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