Valentín Martín
Languidece la tarde cuando la niña se ha acercado al sofá donde el viejo remueve cavilaciones y apacienta dudas.
- Confírmame tu color preferido, abuelo.
- Lo sabes de sobra.
- Sí, pero tú confírmamelo, que es muy importante.
- Vale, el rojo.
Y la niña de los días zarcos, la palpitación de un preludio, la que puso a andar a los números por un libro como el pan y los héroes, la que baila el estupor como una costumbre, la del lapicero en la mano y la paz en las brevas sale del salón.
Mi niña.
- Abuelo, ven, que ya tienes la cena.
El viejo vuelve sobre sí mismo. Se levanta y va a la cocina desde donde la niña llama. Sobre la mesa una cena que ella ha preparado girando una y otra vez el cucharón de madera. Al viejo le llega un viento antiguo, de cuando muchos años atrás él avisaba a la madre para anunciar que volvía de un viaje largo. Se alegraba la madre con esa fugacidad del hijo. Y se pasaba la mañana girando el cucharón de madera una y otra vez para que la comida del hijo estuviera muy rica.
Aquella viejita.
El abuelo se sienta a la mesa con la niña de pie, al lado. A él le parece que la niña en ese momento es un enigma. O que trama algo y no se imagina qué.
Y entonces la ve. Junto a la cena hay una tarjeta roja con una leyenda. Lee, mira a la niña, sonríen los dos.
Y él se pone a cenar la cena más rica de toda su historia.
DdA, XIX/5.342
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