Ana Martínez Villar
Amazon Prime Video acaba de
estrenar el documental Influencers, sobrevivir a las redes.
Niñas, adolescentes, chicas y chicos muy jóvenes se muestran delante de la
pantalla y van desmoronándose a
medida que avanzan los cuatro capítulos. Crisis de ansiedad, cuadros de
depresión, autolesiones, psiquiatras, medicación… hasta
llegar a pensamientos suicidas es la realidad que nos
devuelve la cara B de los influencers.
Mientras
los llantos de niñas y adolescentes, principalmente, ocupaban la pantalla, me
iba inundando una desazón más grande. Y no paraba de pensar que estos influencers están
fatal porque están “prostituyendo” sus sentimientos.
Desde el feminismo sabemos que cuando un sentimiento individual empieza a
ser colectivo es porque “lo personal es político”. Hemos debatido mucho sobre
la abolición de la prostitución o sobre la mal llamada gestación subrogada.
Muchas feministas entendemos que el cuerpo de las mujeres no se puede comprar.
Ni mercantilizar con él. Pero los seres humanos somos un todo entre cuerpo y
mente. Y si estamos de acuerdo en que no se puede vender ni comercializar el
cuerpo, tampoco debería hacerse con nuestra alma,
con nuestra mente, con nuestros sentimientos. Me resuenan las palabras de
Amelia Tiganus. Igual que ella, para explicar la abolición de la prostitución,
manifiesta que "no es lo mismo pasar la fregona que ser la fregona". Estos
niños y adolescentes están poniendo su propio cuerpo. Son el producto.
Son la fregona. Venden su propia esencia. Sus sentimientos. Y nadie pone el
grito en el cielo con las consecuencias nefastas que a la vista de todos están
teniendo.
Siempre
ha habido juguetes rotos. Famosos que no gestionaban bien la fama. Pero incluso
en el caso de las redes sociales no es lo mismo que un cocinero use sus redes
sociales para que el alcance de sus recetas sea mayor. O que una periodista
tenga redes para que sus artículos lleguen más lejos. O que un actor dé a
conocer sus películas mediante plataformas sociales. O incluso no es lo mismo
cuando activistas las utilizan como mecanismo para combatir determinadas causas
sociales. El problema de las redes es especialmente complejo en aquellos
perfiles en los que no se están utilizando estas herramientas con un fin. Sino
que el producto son ellos mismos. Y, sobre todo, ellas mismas.
Y continuando
con la perversión del sistema, en el documental salen mánagers y
agencias alentando a los influencers a la
constante reinvención. Si no quieren “morir” en el universo digital, no pueden
hacer siempre lo mismo. Hay que aportar constantemente contenido
nuevo para sobrevivir. Y me resuena de nuevo la analogía de
Amelia Tiganus del sistema prostitucional (salvando
las distancias, por favor) que las explota, las asfixia y las exprime hasta que
no queda nada de ellas. Porque el sistema siempre quiere caras nuevas, más
jóvenes y más frescas.
Igual
que "se fabrican putas felices a través de mecanismos difíciles de
identificar", se
están fabricando influencers aparentemente felices a base
de viajes a las Maldivas, showrooms, desayunos
flotantes y fiestas exclusivas. Como sociedad ¿estamos de acuerdo en que
nuestros niños y jóvenes aprendan a que está bien ser el producto? ¿Es
ético vender las emociones más íntimas? ¿Más primarias?
¿Es moralmente aceptable vender quiénes somos, lo que nos hace únicos? Vender
sus almas es lo que les está destrozando. Y esto es “prostitución” emocional.
El
problema del documental es que termina blanqueando una vez más el sistema que
seduce a estos jóvenes. No trata la raíz de la cuestión. Que no es el
algoritmo. Ni los sueldos. Ni las marcas. Ni sus egos. Ni los haters.
La raíz del problema es que estamos dejando que niños y jóvenes
“prostituyan” sus sentimientos. Y les estamos aplaudiendo.
Ana
de Miguel narra de forma brillante en su libro El mito de la libre elección cómo
la ideología neoliberal tiene el objetivo de convertir la vida en mercancía,
incluso a los seres humanos. Primero llegó la conversión de los cuerpos de las
mujeres en mercancía que nos hizo creer que ya éramos libres de elegir vivir de
nuestros cuerpos. Y ahora el capitalismo nos está haciendo
creer que somos libres de vender nuestras emociones. Y por
mucha terapia que luego hagan estos niños y jóvenes, no podrán aspirar a la
felicidad vendiendo su propia esencia. Porque somos nuestras sensaciones,
sentimientos, necesidades, intereses y deseos. Somos lo que conformamos como
nuestro mundo interior. En este sentido, el manejo de las emociones es una
condición necesaria para lograr el equilibrio y el bienestar
psicológico en nuestras vidas.
Porque
las emociones juegan un papel central en nuestras
vidas y en nuestro desarrollo como personas. Sobre todo, en la
vida de los menores. Porque hablar de emociones es hablar de la vida misma. Y
de nuestra integridad.
INFOLIBRE DdA, XIX/5.406
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