martes, 7 de marzo de 2023

LA GENTE BIEN Y LA GENTE HUMILDE, PERO DE CONFIANZA

A este Lazarillo el artículo de Manuel Vicent el pasado domingo en la contraportada del diario El País, glosando lo que el mediocre y reaccionario líder de la oposición llama "gente de bien", le recuerda lo que el padre de un buen amigo de la niñez dijo con respecto a mi familia a finales de los años cincuenta. Junto a lo de "gente de bien" también se decía por parte de la que así se consideraba, en el triángulo marcado -como dice Vicent-  por el cura párroco, el comandante de puesto de la Guardia Civil y el director de Banesto, "gente humilde pero de confianza". Venimos de ahí y hay quienes están empeñados en favorecer un infausto retorno:


Antiguamente, durante el franquismo, en los pueblos de la España profunda, gente de bien era aquella que se movía a sus anchas dentro del triángulo marcado por el cura párroco, el comandante del puesto de la Guardia Civil y el director de Banesto. El párroco te daba el certificado de buena conducta a la primera, la Guardia Civil te facilitaba sin problemas la licencia de caza y el director de Banesto te concedía un crédito por la cara. Llevar zapatos y corbata para ir a trabajar te convertía en una persona respetable. También los criados y jornaleros podían ser gente de bien siempre que al hablar con el superior, fuera patrón o simplemente el señorito, se quitaran la boina y la estrujaran entre las manos mientras recibían la orden consabida. Gente de bien era aquella que al cruzarse en el camino con una pareja de la Guardia Civil con capote, tricornio y el fusil naranjero al hombro, lejos de acongojarse como cualquier mortal, se saludaban mutuamente con un ‘buenos días nos dé Dios’. En la ciudad ser gente de bien dependía no tanto del código genético como del código postal. Ser gente de bien consistía en vivir en un buen barrio, en una buena calle, en una buena finca, en un buen piso y dejar el ascensor perfumado con colonia de marca los domingos cuando la familia con todos los hijos muy repeinados iba a la iglesia y el portero uniformado dejaba de leer el Abc y se ponía en pie al verla pasar por delante de su garita. Si en el vestíbulo se cruzaba con otros vecinos era obligado preguntar por las oposiciones a notarías que preparaba el chico, por la copa de natación que había ganado la niña, por la cadera que se había roto la abuela y la conversación terminaba recomendándose una pastelería para después de misa. Ya no existe gente de bien como aquella, salvo en la mente de gente muy antigua y si quedara alguna, anda con cuidado porque tiene mucho peligro.

DdA, XIX/5.392

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