jueves, 23 de febrero de 2023

UN 23-F EN VALENCIA, CON LOS TANQUES EN LAS CALLES

Puede ser una imagen de al aire libre

Hace poco más de cuarenta años, muy poco tiempo desde una perspectiva histórica. De aquello, de lo que ocurrió entre bambalinas, aún no hemos sido suficiente y claramente informados. Quizá por eso, transcurrido ese tiempo, y porque hay corrientes ideológicas regresivas volviendo a renacer en la vieja Europa, aquella democracia recuperada tras el intento golpista del 23-F no ha tenido un camino de sustentación todo lo firme que cabía esperar para hacer frente a ese renacimiento de la extrema derecha, la misma que habría aplaudido a los militares felones de 1981 y que entonces no estaba representada en el Congreso, pero que ahora sí está, respaldada por más de tres millones de votos.

Amelia Díaz Benllure

Yo tenía 21 años y estaba estudiando cuarto de ciencias matemáticas en Valencia. Compartía piso con otras tres estudiantes. Cada tarde, a las 18:00, interrumpíamos nuestras tareas para merendar juntas y escuchar, muertas de risa, el consultorio de Elena Francis, que ya daba sus últimos coletazos. Los pisos de estudiante entonces eran muy sencillos y nosotras solo teníamos una radio; ni televisión ni teléfono.
Cuando nos sentamos las cuatro en el comedor dispuestas a descansar esa media horita, nos percatamos de que en la radio estaban transmitiendo la sesión de investidura de Calvo Sotelo y no el consultorio. Y en ese momento escuchamos los disparos y los gritos. Ese ¡todos al suelo!, ese ¡se sienten coño!, ese no saber que estaba pasando...
Lo siguiente, fueron llamadas al timbre por parte de los vecinos de enfrente: un matrimonio de jubilados que se preocupó mucho por cuatro chicas jóvenes solas. Nos dijeron que fuéramos corriendo a comprar comida, que volvía la guerra, que llamáramos a casa.
Nos dividimos en dos grupos y, mientras unas fueron al supermercado a comprar lo que hubiera de comida (lo que alcanzara con el dinero que teníamos para pasar la semana), otras fuimos a hacer cola en la cabina telefónica. Yo pude llamar a quienes luego serían mis suegros y darles un aviso para mis padres, que vivían en la misma calle y que acababan de mudarse de casa hacía dos días y aún no tenían el teléfono instalado. Les supliqué que les convencieran de que estuvieran tranquilos, que estábamos bien y que no íbamos a salir de casa hasta que se pudiera. Mi temor era inmenso, porque mi padre había estado muy implicado siempre en la lucha social. Fue uno de los creadores de la HOAC en Castellón y en mi casa siempre había gente que salía de la cárcel por sus ideas y a quien mi padre le proporcionaba ropa, alimento y algún documento. Sabía que estaría muy preocupado, pero más lo estaba yo de que cogiera el coche desde Castellón y acudiera a Valencia, saltándose el toque de queda y todo el estado de excepción que, en ese momento, ya estaba instaurado. Mis suegros me prometieron que los tranquilizarían. Después de mi llamada, la cabina se saturó de monedas y la cola que había detrás de mí ya no puedo llamar a casa.
Refugiadas y protegidas en nuestro piso, nos dispusimos a pasar la tarde, siempre atentas a la radio, de la que solo obteníamos música militar y la continua lectura del bando de Milans del Bosch. Un bando que ponía los pelos de punta. Por la noche fue peor. Los tanques salieron a la calle y nuestro piso estaba al lado del Paseo de la Alameda. Se escuchaba perfectamente el ruido metálico contra el asfalto. A las 2 de la madrugada sonó el timbre y saltamos todas de la cama con mucha angustia. Era el hermano de una de las compañera. Había estado en el piso de unos amigos y no se había enterado de nada hasta que regresó al suyo y, enseguida, acudió, saltándose el toque de queda, para ver cómo estábamos. Dormimos poco esa noche.
A la mañana siguiente, las noticias ya nos tranquilizaron. Volví a buscar una cabina que funcionara y llamé de nuevo para dar noticias. Incluso acudí a la facultad y, aunque no hubo clases, daba sensación de calma. Era un día soleado y luminoso.

DdA, XIX/5.382

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