Marçal Sarrats
En Vallecas nunca hay finales, ni últimos,
ni despedidas definitivas. En ese lateral de Madrid, demasiadas veces
despreciado, siempre queda algo más que hacer, las despedidas siempre son
penúltimas y los puntos, semifinales. Lo decía siempre Enrique de Castro –fallecido este miércoles– y hoy tiene más sentido que
nunca. Hijo de militar y del seminario de Comillas, lo aprendió pronto cuando
se encontró allí, a mediados de los 70, queriéndolo mucho y casi sin querer,
movido por sus ganas de acción y su inconformismo. Si te dejas la piel por los
demás, decía, nada acaba y nada es en vano. Si te rebelas contra la injusticia,
al lado de los que menos tienen, todo pasa pero todo queda. Queda en tus
vecinos, en tus calles y en la memoria de todos. Queda en el ambiente y en la
dignidad colectiva. Y se convierte en una fuerza sin final.
Hoy Enrique nos regala su penúltima
despedida, recordándonos que él no se va a ninguna parte. Se queda en Vallecas,
entre El Pozo y Entrevías. Se queda en forma de Juanillo, Chelo, Youssef,
Pedro, Justo, Carmen o Fernando y de tantos otros nombres. En forma de voz de
la conciencia, punzante y honesta. Exigiéndonos que las luchas que son justas
no terminen nunca, hasta que se ganen. Obligándonos a cuestionarlo todo excepto
la fe en nosotros mismos y en los demás. En favor siempre del Madrid
comprometido e inconformista, de las luchas para mejorar la vida de la gente y
sus derechos allí donde fueran, siempre vigentes y especialmente en estos días.
Aglutinador incansable, de los que tiran
fuerte, en los ochenta puso a los “chavales” en el centro. Se volcó hasta la
extenuación, liando a todos los que se dejaban, creando una microsociedad en
forma de tejido vecinal o de familia. Lo suyo nunca fue la caridad, ni la
condescendencia, ni la política. Más bien un convencimiento extremo de las
potencialidades de los demás. Sin limitaciones ni normas rígidas. Cuestionando
las leyes cuando las consideraba injustas. “El hombre es más fuerte que los
poderes que intentan destruirle. Los fundamentos de la vida humana son solo la
libertad, la justicia reconciliadora y el amor”.
Enrique fue un cura rojo, pero no uno más.
Fue el cura rojo de Vallecas cuando Vallecas era una “olla a presión”, aunque
él nunca se sintió cómodo con esta etiqueta ni con los tópicos. El que
trabajaba de taxista y pintor de brocha gorda para ganarse el pan como todos.
El que abría su casa sin pedir antecedentes, casi hasta ayer mismo. El tozudo.
El revolucionario. El que se presentaba en comisaría de madrugada para pagar
las fianzas que hicieran falta. El que vio morir a tantos jóvenes por las
drogas y luchó al lado de tantas madres contra estas mismas drogas. El que
siempre daba nuevas oportunidades, “porque las oportunidades no se dan a cambio
de nada, se regalan”.
Nada ortodoxo, sino más bien provocador,
se le recordará por sus misas asamblearias en San Carlos Borromeo de Entrevías,
donde se cantaba Manu Chao y Labordeta, y se oficiaba con rosquillas
consagradas. La iglesia que el cardenal Antonio María Rouco Varela quiso
cerrar, en 2007, en un arrebato más de conservadurismo tan extremo como
absurdo, alarmado por lo poco convencional de su liturgia. Pero en Vallecas no
hay finales. No era la hora. Y el intento de cierre acabó fracasando por la
presión de vecinos y amigos que salían por todas partes, bajo el foco atento de
los medios de comunicación, incluso internacionales. A Rouco le salió mal.
“Jesús descubre y presenta a un Dios que
se confiesa ateo ante el Dios de las religiones”, escribió en su sonado
libro Dios es ateo. Enrique fue un teólogo de la acción,
huidizo de los dogmas y basado en sus experiencias. Fue un sacerdote que no se
creía intermediario de nadie ni en posesión de verdades absolutas. Hacer llegar
el Evangelio, escribió, “no es imponer doctrina o un determinado código moral,
sino abrir nuestras puertas para que, echándonos una mano, seamos capaces de
superar nuestras propias contradicciones”. La pompa nunca le gustó, y tampoco
los dorados y las reverencias. Tampoco los mercaderes del templo y los poderes.
La renovación que supuso el Papa Francisco, algo más. Los años, si cabe, le
acentuaron el escepticismo general y la distancia.
Por eso, que nadie caiga en la tentación de beatificarlo ni de organizar despedidas solemnes. Enrique no ha sido un santo ni soportaría tener estampitas con su cara. Querría solamente, y así dejó dicho, que brindáramos con vino en una fiesta llena de amigos, vecinos y conocidos. Querría que pusiéramos Stairway to Heaven de Led Zeppelin, porque para él la vida, la fe y la muerte no son más que peldaños en una escalera al cielo. Un cielo lleno de amigos. Querría, pues, que celebremos siempre la vida, como hizo su mil veces citado Zorba el griego ante la muerte de su hijo, “todo el mundo estaba llorando menos yo, que empecé a bailar”. Es la famosa escena del sirtaki en la playa. “La mejor manera de contener la pena es celebrando la vida, la amistad y la liberación”, añadía Enrique. Así lo hizo él siempre. Y así sea, así en la tierra como en el cielo. Porque en Vallecas nunca hay finales, ni últimos, ni despedidas definitivas. Solo un hasta la próxima, amigo.
elDIARIO DdA, XIX/5.377
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